¿Puede la ley ayudarnos a leer más?

AutorTomás Granados Salinas
Páginas52-56

Tomás Granados Salinas. Director general de Libraria, empresa editora del suplemento de libros Hoja por Hoja y de la colección Libros sobre Libros.

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Uno

Nadie sabe cuáles son las condiciones suficientes para que alguien se convierta en lector, en el sentido más sustancioso del término, pero es fácil reconocer una condición necesaria: la familiaridad con los libros. Más que con sangre, la letra entra con cotidianidad, como demuestran respecto del lenguaje los balbuceos cargados de intención con que los niños emulan la chachara adulta que los rodea. Hace falta el ejemplo vivo —y no prédicas de ceño fruncido— de padres, hermanos, profesores, pero aun antes hace falta que la palabra impresa sea una presencia habitual, una parte del paisaje diario, para que fragüe dentro de nosotros la certeza de que leer es uno de los afluentes del río de la vida. Fomentar la lectura, por ello, no puede ser un mero asunto de campañas, de retintines publicitarios sobre las bondades del libro, sino un vasto ejercicioPage 53 que atañe a las diversas capas de la cebolla social.

El libro tiene que estar cerca, a una distancia propicia que nos permita, de súbito, escuchar su murmullo seductor. Mucho hace la escuela primaria por aproximar las obras a los niños, pero a menudo ese esfuerzo resulta tan artificial como el uso del uniforme: es tan ingenuo confiar la formación lectora a la escuela como sería esperar que los alumnos aprendieran a vestirse a la moda gracias a que todos los días portan la misma vestimenta. Ni siquiera la creciente intromisión en las aulas de libros lúdicos o informativos, desligados de la inevitable rigidez de los planes de estudio, basta para que la lectura sea algo en lo que ya nadie se fija porque siempre ha estado por ahí. Así como la sociedad aspira a que haya agua potable y drenaje en todas las casas —pretensión que no por higiénica deja ser una quimera lejanísima y acaso inalcanzable— habría que soñar con que toda vivienda poseyera al menos un resquicio donde se alojen libros. (No me ruboriza mi ingenuidad: una utopía puede ser fuente de frustraciones, pues por cada paso con que nos acercamos ella da dos para alejarse, pero es sobre todo un punto de referencia para avanzar: no tenemos que visitar el Ártico para saber dónde queda el norte.)

Por eso hacen falta librerías. Y no necesariamente establecimientos preciosos que exhiban las más sutiles expresiones poéticas, colocadas sobre cálidos muebles que favorezcan el disfrute del papel, de la filigrana tipográfica, del olor a tinta y goma. Hacen falta librerías que estén al alcance, no digamos ya de la mano, pero sí del pie, a las que se pueda ir con menos esfuerzo que el de los peregrinos que confluyen en La Meca. Más de la mitad de la población del país vive en localidades donde no existe un negocio al que, aun con extrema generosidad, podamos considerar como expendio de libros. Y dos de cada cinco mexicanos mayores de 12 años no se han aventurado, en toda su vida, en una librería. Tal vez lo habrían hecho si no es porque sólo un ínfimo 6% de los municipios puede presumir de contar con al menos una. Sin duda, librería y biblioteca son entidades estrechamente emparentadas. También requerimos más y mejores reservorios de libros, en los que cada lector se tope con la obra oportuna, y que no sean sólo sitios para hacer la tarea; pero para no seguir dependiendo de la cambiante bondad del Leviatán, que ora gasta en educación y cultura, ora cambia de prioridades, el estímulo a la circulación privada de libros es prioritario.

La Ley de Fomento para la Lectura y el Libro es tan sólo un paso más en la búsqueda de una mejor distribución de la lectura. Sus disposiciones, entre las que destaca el establecimiento del sistema de precio único, pretenden abatir el contraste entre quienes tienen pleno acceso a los libros y quienes sencillamente no saben que existe la república de las letras. No es una legislación que busque proteger a los editores, a la manera de un arancel que compensa la falta de productividad respecto de otras regiones del mundo, ni es un premio de consolación a una industria a la que, en los hechos, el Estado desdeña —a la ya añeja e inicua participación en el mercado de libros de primaria debe sumarse hoy el aún tímido...

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