Democracia precaria y rebelión en América Latina

AutorCarlos Figueroa Ibarra
Páginas143-163

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Introducción

En 1975 en una primera ocasión y luego a través de una traducción al inglés publicada por Latin American Research Review, Guillermo O’Donnell divulgó su visión acerca de lo que él consideraba las grandes debilidades del Estado burocrático autoritario, categoría construida por el autor para designar principalmente las dictaduras latinoamericanas.

De manera muy aguda, Guillermo O’Donnell percibía que detrás de la imponente fachada del Estado burocrático autoritario latían tensiones de un proceso de carácter terminal. El autor partía de laPage 144premisa de que las dictaduras militares en Sudamérica tenían agotamientos intrínsecos que hacían de la bandera de la democracia política un elemento corrosivo de primer orden. La democracia “era la manera adecuada, estratégica y moralmente, de aprovechar las fisuras que una mirada atenta descubría detrás de la fachada imponente del BA (Estado burocrático autoritario)”.1

En efecto, el gran problema de las dictaduras era que sus grandes fuerzas a la vez eran sus grandes debilidades. Puesto que la violencia siempre es un acontecimiento terrible para los seres humanos, los actos de esta naturaleza que ejecutan estados y organizaciones siempre han necesitado de la legitimación del bellum justus. Deslegitimada la noción de dictadura, los regímenes autoritarios de la segunda mitad del siglo XX argumentaron su necesidad con base en una “situación de emergencia”, en una “necesidad temporal”, o bien autocalificándose como “democracias orgánicas”, “responsables” o, contradictoriamente, como “democracias autoritarias” (p. 70).

Pero las tensiones del Estado burocrático autoritario no terminaban allí. Puesto que éste no escapaba a la condición general de todo Estado (expresión de relaciones de dominación y, por tanto, expresión institucionalizada de la coerción), necesitaba de las mediaciones a las que todo Estado apela para velar la coerción: los mecanismos del consenso. En una democracia, afirmaba un esperanzado O’Donnell, casi siempre era posible apelar a la nación (que apunta hacia una homogeneización de las diferencias sociales y políticas a través del “nosotros”), a la ciudadanía (que apela a la homogeneización de las mismas diferencias a través de la igualdad jurídica y política, así como a la posibilidad de defensa jurídica frente al poder del Estado) y, finalmente, a lo popular, que convierte a los menos favorecidos en interlocutores del Estado, a través de su demanda de “justicia sustantiva”, de lo cual se derivan obligaciones estatales (p. 72).

Será importante que retengamos estas tres mediaciones que, según O’Donnell, eran posibles en la democracia y poco posibles en las dictaduras. Tan poco posibles que por ello el Estado burocrático autoritario era una “forma subóptima de la dominación burguesa” (p. 88). La ironía en que el desenvolvimiento histórico ha colocado las esperanzas de nuestro autor es que la instauración de la democracia representativa no pudo resolver el fracaso de las dictaduras en lo que se refiere a esas mediaciones.

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Justo dos años antes de la primera publicación del trabajo de O’Donnell, el capitalismo fordista y keynesiano iniciaba su bancarrota y un nuevo modelo de acumulación empezaba a instaurarse, la acumulación flexible como la llamó Harvey.2

En este nuevo modelo de acumulación, que en este trabajo llamaremos neoliberalismo, queda poco espacio para la nación, para la ciudadanía y, sobre todo, para lo popular. El apelativo de capitalismo salvaje, difundido en los medios periodísticos, aun cuando probablemente resulte impropio para un ensayo académico, es una buena descripción de lo que ha acontecido y seguirá aconteciendo en el marco de la reestructuración capitalista que el mundo observó en el último tercio del siglo XX.

Precariedad democrática y desigualdad social

En las dos últimas décadas de dicho siglo, como lo auguraba el artículo de O’Donnell, se observó el eclipse de las dictaduras militares. Fue un hecho por demás afortunado para todos los que sobrevivimos a las dictaduras militares en América Latina. La transición democrática hizo surgir en buena parte de la región sistemas de democracia representativa, en los cuales pudieron verse algunas novedades: la disminución sustancial de la cuota de poder de las fuerzas armadas, elecciones no fraudulentas, la desaparición parcial del terrorismo de Estado, las posibilidades de rotación electoral y la gradual sustitución de la cultura del terror por la cultura democrática. Puede hacerse una lectura complaciente de todos estos hechos y concluir que la agenda de la transición democrática está esencialmente finiquitada. Intentaremos sustentar en este trabajo que esta visión es infundada.

A pesar del desmantelamiento de las dictaduras militares propias de la segunda mitad del siglo XX, la nueva institucionalidad democrática que la región observa transcurre con gran precariedad e incluso con hechos que la desvirtúan. Cabe entonces hacer una evaluación de las consecuencias del contexto en el cual transcurren las transiciones democráticas en la región: la dominación estadounidense a lo largo de la misma, la subalternidad de su economía, el autoritarismo impreso en los diferentes estados latinoamericanos, la gran paradoja que presentan estos últimos al combinar una fuerte vocación represiva con una desigual presencia en los distintos ámbitos dePage 146la sociedad, la incompleta cristalización de lo público en dichos estados, la corrupción que se deriva de lo anterior y el neoliberalismo que profundiza la polarización social y por tanto la pobreza extrema. Todos estos son factores que caminan en sentido contrario a lo que es la democracia en su definición mínima: el conjunto de reglas, valores e instituciones que garantizan la existencia de la ciudadanía. Más aún, son fuente y nuevo contexto de la violencia que hoy vive América Latina.

En el momento climático del Estado benefactor y del keynesianismo, Marshall se atrevió a imaginar la justicia distributiva como algo ligado a la ciudadanía y, a la vez, a esta última como instrumento de lucha contra las desigualdades económicas.3El neoliberalismo ha invertido diametralmente este sueño: hoy la desigualdad social desciudadaniza y la desciudadanización reproduce ampliadamente la injusticia.

Acaso por ello se redujeron notablemente las expectativas de los que advirtieron que las dictaduras estaban agotadas y que la restauración democrática resolvería las cuestiones de la nación, la ciudadanía y lo popular. La democracia se convirtió en algo que se agotaba en la esfera de la política y tenía sus actores en las diversas elites que comandaban a los distintos sectores de la sociedad. Probablemente el seminal trabajo de Robert Dahl sobre la poliarquía y la visión procedimental de la democracia, que desde la segunda posguerra planteó Schumpeter, fueron recursos teóricos útiles para desvincular a la democracia de la cuestión de la desigualdad social. La mayoría de los analistas de la transición democrática se pronunció por la transformación gradual del autoritarismo burocrático en una mera democracia política a través de los pactos elitistas.4 Pero la gran limitación de la instauración democrática noPage 147solamente se debió a las características de su transición —que hizo perdurar los atavismos autoritarios—, sino también al hecho de que dicha instauración se hizo casi paralelamente con la sustitución del modelo desarrollista de acumulación capitalista por el modelo neoliberal.

No han sido precisamente democracias altamente representativas y formalmente institucionalizadas el objetivo logrado en la mayor parte de Latinoamérica. El mismo O’Donnell, antaño tan esperanzado en los logros de la democracia por venir, ha llamado democracia delegativa al resultado más común del desmantelamiento de los viejos autoritarismos. Por ésta entiende una “concepción y práctica del poder ejecutivo según el cual por medio del sufragio se le delega el derecho de hacer todo lo que le parezca adecuado para el país”. Se trata de un ejercicio de la soberanía que tiene que ver más con Hobbes que con la democracia liberal: después de la elección del gobernante lo que se espera es que los “votantes/delegadores” vuelvan a ser una audiencia pasiva pero complaciente de lo que hace el presidente. Las instituciones informales (patronazgos, nepotismos, favores y corrupción) coexisten con las instituciones formales y tienen un peso mayor que estas últimas y, como consecuencia: ineficiencia burocrática, legalidad inequitativamente practicada y predominio de lo privado sobre lo público.5

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Hemos tenido ejemplos paradigmáticos de todo ello en el menemato y el fujimorato de Argentina y Perú, respectivamente, y en el decepcionante Jean-Bertrand Aristide, hoy convertido en la cabeza de un neoautoritarismo en Haití. Más aún, en casos como el del Perú, el “retorno a la democracia” ha significado también la finalización de un proceso contrainsurgente de elevados costos humanos: la guerra desencadenada para desarticular a Sendero Luminoso dejó un saldo aproximado de ocho mil desaparecidos, la mayor parte de los cuales fueron debidos a los gobiernos de Alberto Fujimori.6

La visión “politicista” de buena parte de los transitólogos olvidó que la democracia política era un buen punto de partida, pero insuficiente para su consolidación y profundización. La democracia política naufraga ante el peso del atavismo de la cultura política autoritaria y ante un modelo económico que, como el neoliberal, incrementa notablemente la miseria de la mayoría de la población y con ello la “desciudadaniza”. Más aún, la reproducción ampliada de las brechas sociales es un excelente caldo de cultivo para la cultura autoritaria, para la...

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