La política del reconocimiento

AutorCharles Taylor
Páginas39-83
LA POLÍTICA DEL RECONOCIMIENTO
CHARLES TAYLOR
I
Cierto número de corrientes de la política contemporánea gira en
torno a la necesidad, y a veces la exigencia, de reconocimiento.
Puede argüirse que dicha necesidad es una de las fuerzas que
impelen a los movimientos nacionalistas en política. Y la exigencia
aparece en primer plano, de muchas maneras, en la política actual,
formulada en nombre de los grupos minoritarios o “subalternos”, en
algunas formas de feminismo y en lo que hoy se denomina la
política del “multiculturalismo”.
En estos últimos casos, la exigencia de reconocimiento se vuelve
apremiante debido a los supuestos nexos entre el reconocimiento y
la identidad, donde ésta designa algo equivalente a la interpretación
que hace una persona de quién es y de sus características
definitorias fundamentales como ser humano. La tesis es que
nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la
falta de éste; a menudo, también, por el falso reconocimiento de
otros, y así, un individuo o un grupo de personas puede sufrir un
verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad
que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o
degradante o despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la
falta de reconocimiento pueden causar daño, pueden ser una forma
de opresión que subyugue a alguien en un modo de ser falso,
deformado y reducido.
Por ello, algunas feministas arguyen que en las sociedades
patriarcales las mujeres fueron inducidas a adoptar una imagen
despectiva de mismas. Internalizaron una imagen de su propia
inferioridad, de modo que, aun cuando se supriman los obstáculos
objetivos a su avance, pueden ser incapaces de aprovechar las
nuevas oportunidades. Y, por si fuera poco, están condenadas a
sufrir el dolor de una pobre autoestima. Se estableció ya un punto
análogo en relación con los negros: que la sociedad blanca les
proyectó durante generaciones una imagen devaluada de
mismos, imagen que algunos de ellos no pudieron dejar de asumir.
Según esta idea, su autodepreciación se transforma en uno de los
instrumentos más poderosos de su propia opresión. Su primera
tarea deberá consistir en liberarse de esta identidad impuesta y
destructiva. Hace poco tiempo se elaboró un argumento similar en
relación con los indios y con los pueblos colonizados en general. Se
afirma que a partir de 1492 los europeos proyectaron una imagen de
tales pueblos como inferiores, “incivilizados”, y mediante la fuerza de
la conquista lograron imponer esta imagen a los conquistados. La
figura de Calibán fue evocada para ejemplificar este aplastante
retrato del desprecio a los aborígenes del Nuevo Mundo.
Dentro de esta perspectiva, el falso reconocimiento no sólo
muestra una falta del respeto debido. Puede infligir una herida
dolorosa que causa a sus víctimas un lacerante odio a sí mismas. El
reconocimiento debido no sólo es una cortesía que debemos a los
demás: es una necesidad humana vital.
Para el examen de algunas de las cuestiones aquí expuestas me
gustaría retroceder un poco, tomar cierta distancia y empezar por
entender cómo este discurso del reconocimiento y de la identidad
llegó a parecernos familiar o por lo menos fácil de comprender. Pues
no siempre fue así, y nuestros antepasados de hace más de dos
siglos nos habrían mirado sin comprender si hubiésemos empleado
estos términos en su sentido actual. ¿Cómo empezamos con todo
esto?
A la mente nos viene el nombre de Hegel, con su célebre
dialéctica del amo y del esclavo. Ésta es una etapa importante, pero
tendremos que remontarnos un poco más atrás para ver cómo este
pasaje llegó a adquirir su sentido actual. ¿Qué cambió para que este
modo de hablar tenga sentido para nosotros?
Podemos distinguir dos cambios que, en conjunto, hicieron
inevitable la moderna preocupación por la identidad y el
reconocimiento. El primero fue el desplome de las jerarquías
sociales, que solían ser la base del honor. Empleo el término honor
en el sentido del antiguo régimen, en que estaba intrínsecamente
relacionado con la desigualdad. Para que algunos tuvieran honor, en
este sentido, era esencial que no todos lo tuvieran. Éste es el
sentido en que Montesquieu lo utiliza en su descripción de la
monarquía. El honor es, intrínsecamente, cuestión de préférences.1
También es ése el sentido en que empleamos el término cuando
hablamos de honrar a alguien otorgándole algún reconocimiento
público, por ejemplo, la Orden de Canadá. Sin duda, este premio no
valdría nada si mañana decidiéramos dárselo a cualquier
canadiense adulto.
Contra este concepto del honor tenemos el moderno concepto
de dignidad, que hoy se emplea en un sentido universalista e
igualitario cuando hablamos de la inherente “dignidad de los seres
humanos” o de la dignidad del ciudadano. La premisa subyacente es
que todos la comparten.2
Es obvio que este concepto de la dignidad es el único compatible
con una sociedad democrática, y que era inevitable que el antiguo
concepto del honor cayera en desuso. Pero esto también significa
que las formas del reconocimiento igualitario han sido esenciales
para la cultura democrática. Por ejemplo, que a todos se les llame
“señor”, “señora” o “señorita”, y no que a algunas personas se les
llame lord o lady y a los demás simplemente por sus apellidos —o,
lo que resulta más humillante, por sus nombres de pila—, se ha
considerado como algo esencial en algunas sociedades
democráticas, como los Estados Unidos. Más recientemente, y por
razones similares, Mrs. y Miss se han reducido a Ms. La democracia
desembocó en una política de reconocimiento igualitario, que adoptó
varias formas con el paso de los años y que ahora retorna en la

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