Poder, patrimonio y democracia

AutorMariano Marcos Andrade Butzonitch
CargoGestor cultural y periodista. Licenciado en Periodismo por la Universidad del Salvador, Argentina y Maestro en Didáctica y Conciencia Histórica por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM).
Páginas11-40

Gestor cultural y periodista. Licenciado en Periodismo por la Universidad del Salvador, Argentina y Maestro en Didáctica y Conciencia Histórica por la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Actualmente se desempeña como profesor investigador de la Academia de Comunicación y Cultura de la UACM.

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Por la vía del derecho romano, el concepto de patrimonio conserva la idea de la herencia del padre, sobre cuya potestad descansaban originalmente los asuntos públicos de la patria.Culturalmente, el significante pater,puede ser todo menos inocuo en la historia de la civilización occidental y cristiana a la que debemos, entre otras cosas, estas instituciones. En el caso del patrimonio cultural, aquél significante transporta el símbolo de un poder inscrito en la sangre a través de la herencia y trasladado al campo de la ley y el Estado, como modelo cívico y prototipo identitario de la Nación. La idea contemporánea del patrimonio cultural, pasa tanto por estas vinculaciones con ese principio Page 12 clásico de la legalidad y la herencia, como por otras acepciones que, a través de la modernidad, se han construido alrededor del arte y la cultura. En esta época, podría decirse que, de forma complementaria, Estado y capitalismo continúan la mítica labor pedagógica del pater, a través de un poder sometido a formas burocráticas y hegemónicas.

En este artículo, al reflexionar sobre el patrimonio desde la perspectiva del poder, me propongo recuperar algunas de las determinaciones implícitas en el término, frecuentemente dejadas de lado, no sólo por un prurito que evita tratar esos aspectos, considerados extraños en la fundamentación de actividades que, como el arte y la cultura, conservan hasta el presente cierto aura idílica, sino también, por una estrategia general del poder hegemónico, que tiende a naturalizar -deshistorizar y despolitizar- aquellas pautas sobre las cuales ejerce funciones de formación de la subjetividad.1 Sostengo aquí, que estas funciones pedagógicas de la hegemonía,2 siguen siendo fundamentales cuando se discute el concepto de patrimonio cultural, su legislación y su gestión. Esto se mantiene aún cuando, en el campo de las definiciones internacionales, a partir de las últimas décadas del siglo XX y a través de la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) principalmente, han entrado a jugar versiones alternativas y críticas del concepto de patrimonio, como un intento de contrarrestar aquellos puntos de vista elitistas y aliados a intereses mercantiles, que históricamente han manejado este terreno.

Lo cierto, es que la relación del patrimonio cultural con esta perspectiva pedagógica, ligada al Estado y a un modelo de sociedad, constituye de cualquier forma -se haga o no visible- un eje central Page 13 de la discusión sobre el tema. Persiste, por ejemplo, en la perspectiva crítica, ponderada y contemporánea, que plantea Josué Llull Peñalba, cuando define al patrimonio como "ejemplo modélico de la cultura nacional y símbolos de la identidad colectiva" (Llull, 2005: 182). A su vez, Eduardo Nivón Bolán, que entiende que toda identidad es, más que un dato positivo, "un proceso relacional que da cuenta de estadios fragmentarios y evanescentes" (Nivón Bolán, 2006b: 101) debe referir ese "modelo" constituido por el patrimonio, a un dispositivo social que permita fijar esa identidad colectiva, y lo hace relacionando el término con el Estado y el régimen de derecho, explicando que "la recuperación del pasado hecha por el Estado, adquiere un sentido teleológico en el que las obras del pasado tienen como destino el engrandecimiento del presente nacional, la legitimación y la soberanía" (Ídem).

Estas relaciones entre el capitalismo, el Estado y la cultura, se remontan a un periodo de la historia que para nosotros es crítico: el Renacimiento, en el que se crearon las condiciones para que, bajo la ideología del humanismo y un conjunto de prácticas protocapitalistas, surgieran relaciones, significados e instituciones que, en los tres campos mencionados, definen la época moderna.

El patrimonio cultural, reverso de la razón de estado

Buscando el origen del concepto de patrimonio en la infancia de la modernidad, vale la pena detenerse entonces en estas relaciones entre Estado, capitalismo y una forma de la actividad cultural que en ese entonces se construye, en forma incipiente, como patrimonio, es decir: una colección de objetos que constituyen, al mismo tiempo, un capital, una herencia y un modelo. En este sentido, subrayo que esta relación que intento retomar, constituye algo que la modernidad intentó invisibilizar, planteando supuestas autonomías entre estos tres campos y creando así un efecto ideológico que supone desvincular a la cultura de toda relación con las estructuras políticas y económicas, una división que no puede ser sostenida desde ningún análisis íntegro del problema. Page 14

Por más que uno pueda considerar la especificidad de lo cultural en el plano de los procesos simbólicos, el hecho de nombrar, de asignar significados -no se diga de construir símbolos y prototipos- constituye un acto de soberanía, es decir, político. Más aún, podríamos decir que, fuera de las conquistas militares, el factor decisivo en la constitución de los estados nacionales, tuvo que ver con el desarrollo, más o menos consciente y organizado, de estrategias culturales -ejercicios a la vez políticos y estéticos (Mandoki, 2007)- con la finalidad evidente de generar imaginarios comunes, con los que pudieran identificarse, por la vía de la hegemonía y el consentimiento, ciudadanos que provenían de etnias, costumbres y lenguas diversas. Todas estas estrategias para el consenso y la hegemonía, que encuentran su vehículo en diversos departamentos del Estado -desde la Secretaría de Cultura, hasta el Ejecutivo-, están estrechamente ligadas con la valorización de la cultura en sus formas patrimoniales.

Es en este sentido también, que el concepto de capital cultural,que abordaré más adelante, nos permite ubicarnos en la relación entre estos tres campos: cultura, Estado y capitalismo. No porque la cultura necesariamente deba ser considerada como un capital -lo que considero un equívoco que permite la teoría de Bourdieu-, sino porque ésta es la forma que adopta la cultura dentro del capitalismo y en relación con la institución política que organiza las transacciones del poder dentro de ese sistema, es decir, el Estado.

Esta conexión entre política, economía y cultura, salta a la vista en el Renacimiento, un periodo histórico en que se articula: la formación de estados nacionales, el desarrollo de prácticas protocapitalistas, y el apoyo y acopio por parte de la burguesía, de un capital en forma de colecciones privadas de obras de arte. Esta situación se hace evidente, por ejemplo, en el hecho de que un príncipe y banquero como Lorenzo de Medici (1449-1492) sea reconocido, antes que nada, como mecenas, un patrono de las artes. El humanismo, constituido como discurso e ideología que articulaba estos campos fue, desde un principio, un movimiento literario sostenido desde las clases dominantes. Originalmente este movimiento se organizó en la segunda mitad del siglo XIV, en torno a un grupo de autores ligados a las bellas letras, liderados por el poeta Petrarca; pero es continuado con gran vigor, por el propio canciller de Page 15 Florencia, Coluccio Salutati, que murió en 1406, dejando toda una nueva generación de cultivadores de las Humanae Litterae.3

Esta vinculación entre el poder, la economía y las artes, que comienzan a ser vistas como estandartes de la ideología burguesa, forma parte de la vida cotidiana de los burgueses (habitantes de las ciudades), que se precian de las oportunidades que ofrecen las metrópolis, en las cuales se observan fenómenos de movilidad social que desarticulan la dinámica medieval de los gremios. En este sentido, también es elocuente el ascenso social de los pintores y escultores frente a los artesanos, que se basa tanto en la avidez de los burgueses por encontrar un espacio de representación y un objeto patrimonial con que legitimar su estatus, como por su alianza con los humanistas, que, mejor ubicados en principio que ellos, gracias a su pertenencia al mundo docto de las letras, les sirvieron como ideólogos.

Para los artistas [plásticos], los humanistas eran los fiadores que acreditaban su valor intelectual; por su parte, los humanistas reconocían en el arte un eficaz medio de propaganda para las ideas en que fundamentaban su dominio intelectual. De esta mutua alianza resultó por primera vez aquel concepto unitario del arte que para nosotros es una cosa obvia, pero que hasta el Renacimiento era desconocido (Hauser, 1979, I: 107).

Poco a poco, este bienestar económico que se verificaba en el alto precio con que se vendían ciertas obras, se traslada a un culto de la personalidad del artista, lo que convenía aún más a esta ideología protocapitalista, que ya mostraba en lo esencial, los elementos básicos de la filosofía burguesa -el individualismo y el predominio del mercado como forma de atribuir valor a los objetos (Amin, 2001: 63)-; sobre la que se desarrolló el arte en el Renacimiento. Hauser describe en este sentido Page 16 cómo, a diferencia de los pintores artesanos de épocas anteriores, que no firmaban sus trabajos, los pintores del quattrocento, no sólo lo hacen, sino que se autorretratan. En el cinquecento,ya son ascendidos al rango de grandes señores, y poco después, alcanzan la divinidad del genio, figura inédita en el mundo de las artes, de la que Miguel Ángel es caso paradigmático:

Su importancia es tan marcada, que puede...

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