Las penas del ambiente ¿superar el simbolismo?

AutorMario Gustavo Costa
CargoProfesor Adjunto Regular, Depto. de Derecho Penal y Criminología, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires
Páginas211-232

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El intento de revisar las opiniones doctrinarias respecto a la incidencia de la punición de los delitos ambientales tanto en teoría cuanto en la realidad, aún en escala global, advierte sobre la conocida división entre los partidarios de recurrir al Derecho Penal de modo primario y quienes lo rechazan, fuere por escepticismo en cuanto a la eficacia de ese recurso o por hallarse convencidos de las ventajas que derivan de utilizar otras respuestas jurídicas (sobre todo las del Derecho Administrativo sancionador -o contravencional, según los distintos sistemas-). No faltan, desde ya, posturas eclécticas.

Pero esa misma revisión revela un predominio marcado de consideraciones que recalan en los problemas generados por la compleja estructura de las tipos penales ambientales, en especial por las cuestiones de accesoriedad administrativa o los vericuetos de la relación de causalidad, así como otros que derivan del campo de la autoría y sobre todo de la intervención preponderante de personas jurídicas o "delincuentes de cuello blanco" (de "cuello verde", más propiamente), o incluso de las dificultades procesales que la praxis en esta materia viene ofreciendo en las últimas décadas.

En su mayoría, las inquietudes no se inclinan hacia profundizar lo atinente a la legitimación de las sanciones penales desde el ángulo clásico de las teorías de la pena. Podrá decirse, por cierto, que el punto pasa por el marco general del Derecho Penal, en cuya consecuencia no sería menester un enfoque tal para los delitos que afectan un bien jurídico determinado; no solemos discutirPage 212 esas teorías separadamente para los ataques contra la vida humana, el honor, la propiedad, etc.

Sin embargo, parecería razonable tal indagación si se piensa en la trascendencia creciente de ilícitos lesivos del orden general de la sociedad, más específicamente los que producen impactos graves sobre los presupuestos mismos de la vida en el planeta. A partir de las disquisiciones mencionadas, del debatido reconocimiento o no de los llamados bienes jurídicos supraindividuales en la dogmática penal, punto en el que el medio ambiente es el ejemplo por antonomasia, y de la convergencia de sujetos activos de diversas categorías, es que convendría abordar esas preguntas.

Bajo tales premisas, procuré en un trabajo reciente desbrozar si los criterios tradicionales con los que el Derecho ha tratado de fundamentar la procedencia de las penas (o el castigo, en la perspectiva filosófica), vistos en clave ambiental, aportan datos útiles para reconsiderar esas bases o al menos que alguna de ellas exhiba una prelación marcada.1

Habida cuenta de las limitaciones del autor y del campo nebuloso escogido, no ha de extrañar que los resultados de la pesquisa no resulten concluyentes y que otros interrogantes se hayan sumado a los iniciales.

De modo provisional, se puede señalar una tendencia firme que atribuye a la pena criminal en nuestro asunto una pretendida función preventivo-general que decanta o se diluye con facilidad en la de un mero efecto simbólico, en cuanto reflejo de la preocupación de los ciudadanos por la degradación del ambiente que encuentra una satisfacción formal, pero no efectiva, en los catálogos normativos y, como se sabe, es utilizada legislativamente a modo de coartada. Alguna mayor solidez ofrecen los enfoques que provienen de la teoría conocida como "prevención general integradora", en minoría cuantitativa.

También puede verificarse que la elucidación de las incógnitas relativas al merecimiento de la pena por parte de los autores de las agresiones ambientales se contrapone, otra constante, con los escollos sucesivos que se dan en punto a su concreta imposición y, todavía más lamentable, que en los casos de mayor gravedad el recurso a esa clase de sanciones suele dilatar o imposibilitar la reparación de los perjuicios que el hecho irrogó.Page 213

Es a partir de tales escarceos que me propongo una incursión por un terreno contiguo, campo en el que intentaré encontrar cimientos para la superación al menos parcial de esos óbices y ubicar al Derecho Penal dentro de un marco que concilie su carácter de ultima ratio del ordenamiento jurídico con las urgencias que la crisis global del ambiente demanda. En esa línea y finalmente, procuraré demostrar que en el Derecho Constitucional vigente de mi país existen reglas que pueden contribuir eficazmente a dicho objetivo.

Un viejo y falso dilema: sanción penal vs. reparación

Desde antiguo, quien comete un hecho ilícito no sólo puede ser condenado por el eventual delito, también está obligado a reparar el daño causado. Y esa regla elemental tiene, desde ya, vigencia en la materia que tratamos. Pero, como se sabe, la nitidez del principio se da de bruces con los datos del mundo real.

Así, muchas veces y en supuestos de aplicación del Derecho Penal convencional, el seguimiento a ultranza del principio de legalidad para obtener la sanción del delincuente hace a un lado toda posible reparación a la víctima, ese personaje que durante casi dos siglos dejó entre bambalinas el sistema que conocemos como continental europeo. El Estado, expropiador del conflicto, se sustituyó al afectado y ejerció sobre el autor su poder aflictivo pero a menudo frustró alternativas en las que el primero podía encontrar un equilibrio entre el castigo y la satisfacción de su perjuicio. Y aunque las leyes declamasen que la condena penal conlleva como accesoria la indemnización de los daños irrogados (v.gr. arts. 29 y ss. CP argentino), la estadística de los casos en que esa sanción mutó en impedimento de la otra consecuencia es terminante. Todavía menos aplicada en la práctica resulta la vuelta al estado anterior a la comisión del delito, que muchas normativas (v.gr. inc. 1 ° art. 29 cit.) contemplan como solución primaria.

Ello se muestra con aún más crudeza en los conflictos ambientales, puesto que la amplia gama de complejidades que éstos ofrecen conspira en esa dirección y, para empezar, dificulta la eventual imposición de penas. La habitual distancia temporal y/o espacial entre la acción y el resultado, la concurrencia de condiciones causales convergentes o sinérgicas, las mil y una facetas vinculadas a la individualización del autor (persona física o jurídica), las innumerables situaciones en las que actos emanados del poder estatal facilitan o toleran laPage 214 producción de hechos de esa clase, etc. son algunos de los conocidos factores de esa paradoja.

Como regla y en consecuencia de lo apuntado, el proceso penal en casos ambientales está signado por un discurrir azaroso, complejo y necesariamente dilatado, lo que añade a las vicisitudes habituales de las causas criminales un plus que la experiencia refleja nítidamente.

Y si, también como dato constante, los casos penales que llegan a la instancia del juicio constituyen un porcentaje bajo de los denunciados y obviamente mucho menor respecto de aquellos que dieron lugar a una investigación que fuera más allá de tal denuncia, en nuestra temática esas cifras exhiben umbrales aún más distanciados. Los datos comparativos de países desarrollados con modelos punitivos muy diferentes lo corroboran.

Así, la profusa acción de control ambiental que se advierte en España y que incluso por mandato constitucional deviene en un abanico importante de sanciones penales o administrativas, tiene un reflejo porcentualmente escaso en la aplicación de las primeras. A título de ejemplo, en 2004 sobre un total de 190.291 denuncias que generaron la actividad del SEPRONA (organismo especializado policial), sólo 3.871 fueron por hechos de índole delictual (más del 50% referidas al crónico problema que allí padecen de los incendios forestales)2 y si se piensa en que el total anual de las imputaciones por delitos recibidas por otras vías (fiscalías, otros organismos, etc.) ronda los 2.000 casos, la comparación con los datos generales de tratamiento de las causas penales de todo el país permite inferir sin dificultad que apenas algún centenar de casos más o menos relevantes recibe sentencia cada año.3 Por otro lado, esa relación estadística se mantiene con poca variación a lo largo de los años y ha motivado abundantes reflexiones doctrinarias.4

Y en la otra orilla del Atlántico la persecución penal relacionada con crímenes ambientales no parece diferir significativamente. En los Estados Unidos, un total de 60 casos juzgados en 2005 derivó en 102 personas condenadas, mientras que para 2006 las mismas columnas se completan con 41 causas y 60 penados; las sanciones privativas de la libertad y pecuniarias se incrementan enPage 215 promedio durante 2006, aunque las primeras parecen muy relegadas en cuantía para los estándares de ese país, que en diversas materias propina castigos muy severos aún para infracciones que entre nosotros estimamos menores (en oposición, las multas por esos asuntos ascendieron a un total de US$ 70.4 millones).5

No es fácil hallar datos estadísticos que ilustren acerca del otro aspecto anotado, esto es la incidencia de casos en los que a la condena penal se le adunó en la misma sede la de naturaleza civil, fuere por el veril del resarcimiento material, el de retornar las cosas al estado anterior o la conjunción de ambos. Tanto en lo atinente a la efectiva realización de esas formas de reparación en toda especie de delitos, cuanto al deslinde de los entuertos ambientales en los que se impusieron, la información es todavía menos accesible. No obstante, hay coincidencia doctrinaria en que la praxis judicial en la materia, considerada en general, es harto limitada.

Terminantes son las palabras de Roxin, luego de analizar normativas alemanas: "Si alguien quisiera de todo ello extraer la conclusión de que la reparación es un instituto vivo en nuestra práctica jurídica, como medio para componer conflictos relevantes desde el punto de vista jurídico penal, y fácilmente realizable en su construcción futura, por cierto se equivoca. Pues apenas se hace uso de las posibilidades...

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