Una visión crítica de tradicionalidad y modernidad

AutorH. C. Felipe Mansilla
CargoEscritor independiente
Páginas157-176

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La eliminación de instituciones, normas y concepciones premodernas fue considerada por marxistas y liberales como imprescindible y, por ende, como altamente positiva y promisoria para acelerar la evolución histórica de todas las sociedades y alcanzar con celeridad el anhelado objetivo del progreso material. La tradicionalidad, en cuanto noción global opuesta a la modernidad, ha sido desde entonces vista como algo fundamentalmente negativo o, dicho de modo más benevolente, como algo anacrónico y digno de desaparecer lo más pronto posible.

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El proceso de modernización, celebrado por los padres del marxismo y los apologistas del capitalismo, engloba, sin embargo, factores destructivos que sólo en fecha reciente empiezan a percibirse en toda su magnitud e intensidad. Numerosos aspectos de la tradicionalidad, por el mero hecho de pertenecer al mundo premoderno y preindustrial (es decir a priori de un análisis de cada caso), no pueden ser calificados de retrógrados, perniciosos e inhumanos, sobre todo teniendo en cuenta la profunda desilusión que ha causado la modernidad en numerosos campos de la actividad humana. Pese a la impopularidad de tal designio, este ensayo pretende rescatar del olvido algunos elementos premodernos que merecen una mejor suerte en la conciencia intelectual y en el imaginario social. El intento de decir algo relevante conlleva siempre el peligro del error,1 pero hay que arriesgarse a ello para sacar a luz una temática injustamente postergada por las ciencias sociales contemporáneas.

Tradición proviene de tradere, que tiene los significados de transmitir, legar algo de un pariente a otro, o arrastrar normas de una generación a la siguiente. Originalmente tenía una connotación de inmediatez, cercanía corporal y ámbito familiar: lo que pasaba de una persona a otra. La tradición —y en particular la tradicionalidad en cuanto sistema social previo al racionalismo instrumental de índole universalista— ha conocido escasos procedimientos anónimos, impersonales y abstractos. Su motor no es la conciencia reflexiva de sí misma, sino la normatividad no cuestionada derivada de formas elementales y hasta atávicas de organización social y de los llamados vínculos primarios. El mundo burgués-capitalista y el intercambio de equivalentes expresable en dinero asestó el golpe más duro hasta ahora a las tradiciones, lo que por supuesto no significa que esa evolución sea históricamente ineludible y exclusivamente positiva. De todas maneras es inhumano menospreciar la tradición porque esto supone ignorar el sufrimiento acumulado, el dolor de nuestros propios antepasados, la angustia de las generaciones que nos precedieron, y desdeñar las palabras, los aromas y los colores de nuestra infancia y de nuestro origen. Es despreciar lo que nos brinda un sentimiento de pertenencia e identidad inconfundibles, lo que fundamenta la confianza, aquello que también está entretejido con la esperanza y la nostalgia, y a menudo también con el desconsuelo. No hay que subestimar la tradición, sino hay que confrontarla con las formas más avanzadas de la conciencia crítica y tratar de vislumbrar lo aceptable que pudiera haber en ella. Debemos considerar laPage 159tesis, tal vez demasiado optimista, de Hans-Georg Gadamer (y parcialmente de la escuela hermenéutica), quien sostuvo que la tradición no se basa por fuerza en la defensa de lo convencional, sino en la continua acción de dar forma a la vida socialética, es decir en hacer consciente la realidad, lo que conduciría a una nueva dimensión de libertad.2

En el mundo contemporáneo, tan alejado de la tradicionalidad, las exhaustivas incursiones de la razón meramente instrumental en la praxis cotidiana del hombre y la expansión de mecanismos burocráticos en las relaciones sociales (“la colonización del mundo de la vida por los sistemas técnicos”)3 han llevado a un empobrecimiento de las estructuras de comunicación interhumanas y un aumento de los fenómenos de alienación insospechados para los clásicos del pensamiento social progresista. Y esta patología social puede ser analizada adecuadamente si se toman en consideración puntos de vista comparativos; por ejemplo, los que brinda la confrontación con los elementos positivos que también ha poseído el orden premoderno y preburgués.

Los progresos de las ciencias modernas,4 los triunfos de la tecnología y hasta los adelantos de la filosofía, las artes y la literatura han producido un mundo donde el hombre experimenta un desamparo existencial, profundo e inescapable, que no sintió en las comunidades premodernas, las cuales le brindaban, a pesar de todos sus innumerables inconvenientes, la solidaridad inmediata de la familia extendida y del círculo de allegados, un sentimiento generalizado de pertenencia a un hogar y una experiencia de consuelo y comprensión —es decir, algo que daba sentido a su vida—. Desde la segunda mitad del siglo XX esta situación tiende a agravarse a causa de un sistema civilizatorio centrado en el crecimiento y el desarrollo materiales a ultranza; sistema que, por un lado, fomenta la soledad del individuo en medio de una actividad frenética, y, por el otro, diluye las diferencias entre lo privado y loPage 160público, entre el saber objetivo y la convicción pasajera, entre el arte genuino y la impostura de moda, entre el amor verdadero y el libertinaje hedonista. No es de extrañar que dilatados fenómenos de anomia desintegradora surjan cada vez más con mayor frecuencia en estas sociedades de impecable desenvolvimiento tecnológico y uniformamiento inhumano: se incrementa notoriamente el número de personas y grupos autistas, que ya no pueden distinguir entre actos de agresión a otros y de autodestrucción (y que no poseen justificativo alguno para cometerlos).5

Sería necio negar los logros y las ventajas que entre tanto ha alcanzado la civilización de Occidente mediante su combinación de economía de libre mercado y democracia representativa pluralista. La tolerancia ideológica y el bienestar general pertenecen a esta constelación, única en la historia por su magnitud e intensidad. Pero la obligación sagrada del espíritu crítico es percatarse de los aspectos negativos inherentes a todo ordenamiento social. Al lado de la prosperidad de Occidente puede detectarse —en las palabras de Octavio Paz— el nihilismo de la abdicación: no hay “ni una sabiduría más alta ni una cultura más profunda”. “El panorama espiritual de Occidente es desolador: chabacanería, frivolidad, renacimiento de las supersticiones, degradación del erotismo, el placer al servicio del comercio y la libertad convertida en la alcahueta de los medios de comunicación.”6

La pérdida de la diversidad y el colorido socioculturales, y su correlato: la homogeneización del planeta entero según los cánones de la cultura del consumismo masivo y el principio de rendimiento, constituyen un programa innegablemente popular (¡el progreso!), pero generan al mismo tiempo una atmósfera general de melancolía: la inmensa mayoría de los habitantes de estas sociedades técnicamente exitosas sabe que nunca alcanzará el nivel de consumo que la televisión le insinúa como normativo. La publicidad, por ejemplo, estimula a todos los consumidores a vestirse de la misma manera y les sugiere al mismo tiempo que así llegarán a ser originales y hasta únicos. Ellos no disponen ya de referentes que les puedan brindar una identidad e individualidad específicas y, por otro lado, están obligados a exhibir una alegría y un optimismo artificiales según los dictados de los medios masivos de comunicación. “La civilización industrial satisface promesas materiales y despiertaPage 161esperanzas insaciables.”7 De acuerdo con Konrad Lorenz, el mundo contemporáneo exige comportamientos altamente diferenciados, que se complementan paradójicamente con una “atrofia de la inactividad” y una “ceguera creciente ante los valores”: nuestros potenciales éticos y estéticos decaen en un orden social hiperdesarrollado que ya no permite al hombre tener un sentimiento tan anacrónico como la admiración ante la belleza de la naturaleza o el respeto de los méritos individuales de sus congéneres. El falso igualitarismo —la ideología que menosprecia las diferencias y jerarquías basadas en el talento y el mérito— que predican todos los modelos contemporáneos presupone un acondicionamiento de los seres humanos que hace de éstos meros súbditos maleables según los requerimientos del sistema social.8

Hoy en día es menester una actitud eminentemente crítica que ponga en cuestionamiento esta magna alianza de la tecnología más avanzada con el infantilismo producido por la organización sociopolítica, alianza que subyace a la ilusión generalizada de que la técnica puede resolver todos los problemas de la humanidad. Esta quimera contemporánea es alimentada por la perfidia de los políticos, la ingenuidad de los intelectuales y el pragmatismo de las élites (incluida entre éstas la cleptocracia de los países poscomunistas). Esta ficción ha sido compartida hasta el final por los intelectuales marxistas más lúcidos.9 En cambio, el espíritu crítico que nos hace falta, hoy como en cualquier otra época, es el de la filosofía auténtica: un sentimiento de nostalgia, desencanto y hasta repugnancia respecto a las incongruencias y aberraciones de que está lleno el mundo actual. Nostalgia porque el hombre nunca ha vivido por largo tiempo en un verdadero hogar, desencanto porque las realizaciones de la praxis no están jamás a la altura de nuestros sueños. No hay duda, por otra parte, de que la experiencia de la incertidumbre, los temores y todas las formas de alienación han tenido también su aspecto positivo al ensanchar nuestro conocimiento del mundo, al enriquecer nuestras perspectivas y al hacernos comprender lo valioso en aquello que desaprobamos. El espíritu crítico nos enseña aPage 162discernir: no cualquier vivencia o doctrina es aceptable por el hecho de ser nueva o extraña: hasta lo históricamente necesario no...

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