La crónica: la narración del espacio y el tiempo

AutorVirginia Rioseco Perry
CargoPeriodista y Licenciada en Comunicación Social. Correo electrónico: vriosecoperry@gmail.com
Páginas25-46

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La crónica: humanidad con certificado de existencia

Si uno atiende a la experiencia que se tiene al leer y al aproximarse al relato de la crónica (sea ésta de períodos remotos, cuando la Conquista de América fundaba territorios por la espada y por la palabra, o bien cuando en el fulgor de la Independencia y el advenimiento de los Estados nacionales, de la República, se publicaban periódicos que, en una taxonomía curiosa, daban cuenta de nimios sucesos o de hechos trascendentales en la formación y estabilización de estas incipientes naciones), advertimos que, por lo menos, la crónica desconcierta por su multiplicidad de registros y de tonos.

Si nos remontamos a los relatos de los cronistas indianos, vemos que existe una evidente relación que se anuda entre la crónica y el tiempo. Por ello, estos relatos piden indagar por la experiencia temporal que se despliega en aquellos textos que registraban, por mandato del monarca, todo lo nuevo que se les mostraba ante sus ojos.

Pero si nos trasladamos cuatro siglos después hacia la América finisecular, vemos con el mismo asombro que la crónica conserva esa curiosa forma de narrar (por su narratividad) los hechos, de registrar y de dar cuenta de la realidad. Tiempo y espacio se conjugan para proporcionar a este "tipo discursivo" -como lo denomina Walter Mignolo- una suerte de categoría otra en que lo central es la narratividad, pero sobre todo la mirada de quien relata aquello que desde su particular óptica es digno de ser narrado: el autor, el cronista con nombre y apellido.

La pregunta, por tanto, es ¿qué pasa con el tiempo en la crónica? Pero esa pregunta, de algún modo, remite y se asocia a otra más amplia: ¿qué pasa con el tiempo de la crónica? ¿Cuál es la experiencia y el sentido del tiempo que poseía el europeo que arribaba a las costas de "América" a fines del siglo XV y comienzos del XVI? Pregunta que es extensiva al periodista y literato que a fines del siglo XIX utilizaba su pluma para registrar el acontecer en formato de crónica y, también, al cronista de hoy en plena modernidad y posmodernidad, a quien le "conviene" relatar los hechos de la realidad desde esta trinchera "cronicada", pues le permite libertades que otros géneros periodísticos o literarios no le dan. La crónica sigue intrigando, sea la de un Fernández

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de Oviedo, quien la despliega para mostrar el Nuevo Mundo innominado; la de un Vicuña Mackenna, que registra el Chile finisecular; la de un Carlos Monsiváis, centrado en el México que, como él mismo dice, es "innarrable e inabarcable" en estos tiempos, o la de un Jon Lee Anderson, quien en los albores del siglo XXI, desde el diario The New Yorker, busca dejar la marca de los acontecimientos vertiginosos del hombre de hoy.

La experiencia del tiempo y su movimiento

Lo primero que cabe señalar es que, hacia el siglo XVI, la experiencia del tiempo que tienen los hombres y mujeres del Nuevo Mundo ostenta los signos de una profunda mutación. Metafóricamente, se podría decir que, en relación con el tiempo, se encontraban "entre las campanas y los relojes".

En efecto, como lo describe de manera hermosa Huizinga,

... a lo largo de toda la Edad Media, el sonido de la campana había dominado el rumor de la vida cotidiana, marcando solemnemente el paso de las horas y de los días, y anunciando con su voz familiar el duelo y la alegría, el reposo y la agitación, los hechos triviales y los grandes acontecimientos (2006: 132).

Sobre todo, las campanas daban la señal para que el tiempo de los hombres estuviese en armonía con el tiempo de la Creación y con el tiempo del Creador.

Pero ya hacia el siglo XV, el tañir de las campanas se fue debilitando, desplazado por un viejo invento para medir el tiempo, pero que hacia esas fechas se multiplica y propaga: el reloj. "Desde que fueron introducidos en el siglo XIV, los relojes daban las horas en todas las ciudades de Europa", consigna el historiador J. R. Hale (1986: 7).

La aparición y proliferación de los relojes era la traducción visible de una profunda mutación que comenzaba a tomar cuerpo en relación con el tiempo. Los rasgos centrales de ese cambio aparecen en la

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sensibilidad temporal del hombre del Renacimiento. Se impone la valoración del momento presente. A diferencia del hombre medieval, quien ponía la mirada en el pasado y apostaba su alma a la eternidad, lo que el europeo comienza a privilegiar es el momento presente, "su" tiempo, el tiempo que le ha tocado en suerte vivir y que debe saber aprovechar para su propia fortuna.

El hombre del Renacimiento -señala Agnes Heller- vivía por completo en el presente y para el presente. El pasado era lo ideal, pero lo verdadero y dinámico motor de sus actos era la correspondencia con el presente. Ha habido pocos períodos históricos en que el hombre se haya entregado tan incondicionalmente al presente como en el Renacimiento (1980: 201-202).

La experiencia del tiempo como momento presente irá abriendo espacio a la vivencia del tiempo como continuidad, fundada en el cambio y la sucesión:

Hasta la aparición del capitalismo, las sociedades estaban orientadas hacia el pasado. Es decir, en la conciencia de los miembros de la sociedad del futuro no se representaba como nada 'diferente': carecía de perspectiva. El futuro se imaginaba como continuación y repetición del pasado, con alguno que otro matiz -cuantitativo- de las proporciones del presente, pero sin que tuviera que ser distinto, sin ninguna transformación sustancial del presente (Heller, 1980: 136).

Es justamente este tiempo "cautivo" del pasado el que comienza a liberarse y a fluir a partir de la afirmación del presente. Lo que emerge entonces es el dinamismo del tiempo, como portador de la novedad y del cambio. Y junto a la conciencia de que los cambios y novedades se engendraban adentro y no afuera del tiempo mismo. Comienza a prevalecer la idea de la sucesión temporal; de un tiempo continuo que muchas veces no sólo camina, sino que en ocasiones corre y se atropella.

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El ritmo del tiempo se ha acelerado porque los acontecimientos se suceden sin pausa y, sobre todo, porque el mundo comienza a poblarse de "novedades". Como si se hubiera abierto una compuerta, en menos de un siglo se logran progresos, adelantos y descubrimientos portentosos, de toda índole, que cambian drásticamente la fisonomía del Viejo Mundo.

No es solamente en el ámbito científico y geográfico que las novedades tienen curso; también, y muy principalmente, en el artístico e intelectual. Así al menos lo señala el historiador Jaques Le Goff:

Sólo en los siglos XIV al XV aparecen no sólo -en un mismo clima natural, sino directamente relacionados unos con otros- varios movimientos que se remiten abiertamente a la novedad y a la modernidad, y la oponen explícita o implícitamente a las prácticas precedentes, antiguas. Primero en el campo de la música, donde triunfa el Ars Nova (1991: 153).

Valoración del presente, conciencia de la continuidad histórico-temporal, intensificación del ritmo de los tiempos, tales son, en suma, rasgos sobre los que descansa la nueva experiencia de la temporalidad que se despliega en el Renacimiento y que se expresa en la crónica de la Conquista.

Se constata, pues, una clave fundamental: la experiencia del tiempo como agente del cambio y como operador de rupturas. Más aún, el tiempo aparece como el gran portador de lo nuevo, en oposición a lo viejo y a lo antiguo. Si bien el conflicto entre "lo nuevo" y "lo viejo" es de larga data, es en el Renacimiento cuando esta oposición se torna mucho más manifiesta. Se trata, en buenas cuentas, de la incipiente irrupción de lo Moderno. Pero entendamos bien: de lo "moderno" no en el sentido de la modernidad ilustrada del siglo XVIII (que supone una dimensión de futuro que el Renacimiento carecía), sino en el sentido primario de modernitas, término que en el latín del siglo VI se forma de los vocablos modus, "recientemente", y hodiernus, de hodie, "hoy". Moderno, en la acuñación del bajo latín, quiere decir, por consiguiente,

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tanto como "a la manera de hoy ", "lo acontecido ahora ", "lo reciente", "la última novedad" (Le Goff, 1991: 151).

El presente como "novedad", el tiempo corno hacedor continuo de "novedades", el ritmo de los tiempos sacudido por una multitud de novedades; ésa es la clave última que opera en la conciencia temporal de los hombres que son contemporáneos a la irrupción de América en la escena de la Historia. Tal irrupción no hizo otra cosa que extremar esa sensibilidad. Para una humanidad que comenzaba a descubrir la embriaguez del presente y de lo nuevo, América marcó la gran novedad porque aportó de golpe un "mundo de novedades": nuevos espacios y gentes, nuevas criaturas y lenguas, nuevas riquezas y poderes. Por eso fue denominada como Nuevo Mundo.

Los cronistas en el Descubrimiento de América eran testigos de algo inédito, de algo jamás visto, no registrado, y lo expresan con tonos de asombro y admiración. Donde mejor se puede constatar lo que acabamos de mencionar es ciertamente en el propio Colón. Tanto sus Cartas como su Diario de viaje están plagados de adjetivos que delatan su admiración por lo que descubre y contempla:

...En ese tiempo anduve asi por aquellos arboles, que eran la cosa mas fermosa de ver que otra que se haya visto, veyendo tanto verdura en tanto grado como en el mes de mayo en Andalucía, y los arboles todos estan tan disformes de los nuestros como el día y la noche, y así las frutas, y así las yerbas, y las piedras y todas las cosas... (1962: 67).

La señal que mejor delata esta ininterrumpida sucesión temporal de novedades la percibimos en el gesto espontáneo e irresistible de Colón de entregarse casi...

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