Un nacionalismo sin nación aparente (la fabricación de lo "típico" mexicano 1920-1950)

AutorRicardo Pérez Montfort
CargoInvestigador del Ciesas/México
Páginas177-193

    Una versión preliminar de este ensayo fue publicada en Taller. Revista de Sociedad, Cultura y Política, vol. 2, núm. 3, abril, Buenos Aires, Argentina, 1997.

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Los treinta años que comprendieron el tránsito del movimiento revolucionario de la segunda década del presente siglo hasta los inicios de los años cincuenta fueron testigos de un paulatino proceso de despolitización del discurso y los contenidos programáticos en la refunciona-Page 178lización del estado mexicano. Si bien fueron años particularmente ricos en discusiones de índole nacionalista una corriente ideológica unificadora y homogeneizadora tendió a replantear la diversidad de la sociedad mexicana, sus usos y costumbres, su historia e identidad. El nacionalismo ya formaba parte del enorme bagaje cultural que el México revolucionario heredaba del conflictivo siglo XIX; aun así un fuerte impulso introspectivo, con aires renovadores, permeó tanto al periodo de la Revolución armada como a los años que la siguieron, al grado de que dicho impulso pudo bautizarse con el nombre de "nacionalismo revolucionario". Ya para los años cincuenta el discurso emanado de este nacionalismo se encontraba gastado, era poco convincente y, más aún, se había convertido en lugar comun de una élite en el poder que para entonces poco se identificaba con los planteamientos revolucionarios.

Para mediados del siglo presente, la manipulación, la demagogia y la consolidación de los estereotipos nacionales1 habían minado la base popular de esa introspección, convirtiéndola en un discurso político hueco y con fuertes visos dePage 179 agotamiento. La dimensión filosófica, histórica y antropológica de esa 'mexicanidad', en cambio, siguió preocupando a una facción importante de la intelectualidad mexicana hasta bien entrados los años setenta, y podríamos afirmar que sigue preocupando sobre todo a algunos académicos y a uno que otro político.2

Para Emilio Uranga, en una evaluación realizada en los años sesenta, el agotamiento de esta preocupación por "lo mexicano" se debió a que una burguesía "antipatriótica, voraz e inclemente" se convirtió en la clase ideológicamente rectora del país... Hoy asistimos, por ejemplo -decía Uranga- al instante final de las novelas inspiradas en la Revolución. Suben al primer plano otras preocupaciones, ante todo preocupaciones burguesas o de burgueses como los temas de una metrópoli, como los personajes intelectualizados y fracasados por la maquinaria de una competencia que no recompensa el talento sino el éxito..."3

Si bien el país se transformó radicalmente en esos treinta años, es posible observar que el discurso nacionalista permeó tanto a las élites políticas, económicas y culturales como a los espacios populares. Como justificación de proyectos y posiciones políticas o culturales el nacionalismo permitió tal cantidad de matices que en no pocas ocasiones sirvió para intereses contrarios, e incluso dio pie a confrontaciones que de vez en cuando terminaran en enfrentamientos armados.

Estuvo presente tanto en las polémicas de corte cultural y jurídico4 así como en los planes que acompañaron las diversas rebeliones militares que se vivieron en aquel periodo.5 Intimamente ligado a sus propósitos políticos o culturales, el discurso nacionalista por lo general tuvo como eje central a una entelequia a la que la mayoría se refería como "pueblo mexicano".

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La inmensa carga popular que trajo consigo el movimiento revolucionario replanteó el papel que "el pueblo" desempeñaría en los proyectos de nación, surgidos durante la contienda de 1910-1920 y en los años subsiguientes. El discurso político identificó al "pueblo" como el protagonista esencial de la Revolución, y destinatario de los principales beneficios de dicho movimiento. En claro contraste con lo que durante el porfiriato se pretendió fuera "el pueblo",6 los revolucionarios reconocieron que éste se encontraba sobre todo entre los sectores mayoritarios y marginados. El "pueblo" se concibió entonces como el territorio de "los humildes", de "los pobres", de las mayorías, mucho más ligadas éstas a los espacios rurales que a los urbanos. En otras palabras, quienes llenaban el contenido de la palabra pueblo eran principalmente los campesinos, indios, rancheros y, muy ocasionalmente, los proletarios.

Tanto en los ámbitos intelectuales como en los artísticos, en los elitistas y en los más comunes y corrientes, esa concepción tan amplia de lo popular tuvo infinidad de variantes. Definir con cierta exactitud aquel sustantivo: "pueblo", planteaba un problema bastante severo. Lo mismo sucedía con el adjetivo: "mexicano". Al hablar del "pueblo mexicano" el llamado "nacionalismo revolucionario", empujaba hacia una nueva identificación y valoración de lo propio, negando y diferenciándose de lo extraño o extranjero. En su tono político y en su expresión cultural intentaba exhibir ciertas características particulares, raciales, históricas o "esenciales" de la mexicanidad'. Para ello abrió un inmenso abanico de argumentos; desde los 'científicos' hasta los circunstanciales. Como es sabido, la construcción de la identidad nacional es un proceso muy complicado "...constituido por prácticas sociales contradictorias tanto al interior de los grupos humanos como en su correlación con otros grupos sociales. Es decir, la identidad no es una escencia sino un proceso relacional..." al que se le atribuyen condiciones particulares que unen los espacios de lo espiritual con lo material.7 Esto complicó enormemente los intentos de definición de aquel sujeto. La pluralidad y complejidad de ese "pueblo mexicano" saltó a la vista inmediatamente.

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Así, el "ser" del mexicano preocupó a filósofos y a literatos, se regodeó en los manifestaciones populares y en el arte 'culto', se plasmó en los colores de los artistas plásticos y sonó en la naciente radio; formó parte de los argumentos diplomáticos y buscó la creación de estereotipos en el cine y, en general, dio mucho qué decir en el complicado mundo de la cultura nacional. Políticos, escritores y artistas se lanzaron a un sinnúmero de polémicas, que tenían como aparentes temas centrales la revolución, nacionalidad, historia, cultura o raza, pero cuyo primordial afán parecía inclinarse por darle un sentido a eso que llamaban "el pueblo propiamente mexicano".

Durante los regímenes de Alvaro Obregón y Plutarco Elias Calles el proyecto educativo oficial, establecido y comandado en un inicio por José Vasconcelos, se instauraron los llamados nacionalismos culturales mismos que también fueron tema recurrente en los programas educativos posrevolucionarios.8 Definir al país y a su 'pueblo', estudiar, explicar y describir sus más diversas y muy propias manifestaciones, fue una tarea que unió a artistas e intelectuales con lo que ellos identificaban como las mayorías. La identificación de lo popular, lo mexicano y lo nacional, estuvo pues en manos de una élite centralista y con no pocos vínculos con el poder económico y político del país.

Estos nacionalismos que caracterizaron esta primera relación entre élites y sectores populares fueron cabalmente descritos por Pedro Henríquez Ureña, en 1925, al hacer un primer balance de los aportes culturales de la Revolución mexicana. "Existe hoy el deseo de preferir los materiales nativos y los temas nacionales en las artes y en las ciencias...", decía; y ponía varios ejemplos: "...el dibujo mexicano que desde las altas creaciones del genio indígena en su civilización antigua ha seguido viviendo hasta nuestros días a través de las preciosas artes del pueblo..." quedó representado en los murales de Diego Rivera y compañía; "... los cantos populares [que] todo el mundo canta, así como se deleita con la alfarería y los tejidos populares... "fueron utilizados por Manuel M. Ponce y Carlos Chávez Ramírez ("...compositor joven que ha sabido plantear el problema de la música mexicana desde su base..."); y los dramas sintéticos con asunto rural de Eduardo Villaseñor y de Rafael Saavedra, quienes habían "...realizado la innovación de escribir para indios y hacerlos actores...", pretendían revivir las tradiciones literarias de aquel "pueblo mexicano".9

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Así, el arte creado por estas élites educadas en Europa o en los centros de estudios superiores urbanos, abrevaba orgullosamente en la vertiente popular e indígena mexicana, y afirmaba su condición "nacionalista". Esto implicaba, en parte, un reconocimiento de los aportes reales de dicho "pueblo mexicano" en materia cultural, y por lo tanto también sentaba las bases para realizar un intento de repensar la historia y la cultura nacional. Este reconocimiento, sin embargo, quedaba ligado de manera prácticamente implícita a los proyectos de unificación y justificación del grupo en el poder, cuyo fin radicaba en los afanes modernizadores e industrializadores del país. En el fondo, el reconocimiento de lo popular traía consigo la necesidad de identificar claramente al sujeto -el pueblo- que serviría de legitimación discursiva en los programas de gobierno.10

Tradicionalmente desdeñada por las academias, la cultura popular adquirió de esa manera una fuerza inusitada en los derroteros del arte y la literatura mexicanos.11 Pero hubo la intención de interpretarla, rehacerla, inventarla con fines más ligados a los intereses políticos o, si se quiere, pragmáticos del momento que a los del conocimiento, el arte o la reflexión.

Más que un saber se estableció un "deber ser' para ese pueblo mexicano que rápidamente se separó de las esferas de lo real para pasar al espacio de lo ideal. Víctor Díaz Arciniega lo explica de la siguiente manera: "La consolidación del Estado como prioridad política provoca el enfrentamiento entre las concepciones de una cultura humanística y una cultura política, no obstante que ambas persiguen metasPage 183 afines: crear una Cultura Nacional y promover el desarrollo del país, como se aprecia en la revaloración del pasado y en la recuperación de los usos y...

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