Morir bajo tierra

AutorArturo Rodríguez García

El turno se inició a las 11:00 de la noche aquel 18 de febrero de 2006. Bajaron con prisa a la Plancha, la plataforma de distribución a los túneles ubicada a unos 150 metros de profundidad, azuzados por los supervisores que desde hacía varias semanas blandían productividad. El cable de telesillas, por el que se internaban, falló. Mal presagio. Por la presión en los oídos, el dolor de cabeza y la sensación de asfixia que sintieron días antes, estaban convencidos de que la presencia de gas inundaba la mina. Temían que las decenas de desperfectos eléctricos –puenteados al tristemente llamado estilo mexicano– y el uso de equipos de soldadura inadecuados provocaran un chispazo fatal.

Pasta de Conchos siempre fue una mina insegura. Hacía dos años que no se regaba el polvo inerte que resta explosividad al polvo de carbón, tan potente como la pólvora. Pero así son las cosas en las minas de carbón, me lo explicó días después Domingo Martínez, un viejo minero, cuando se enteró de que su hijo Julián había muerto.

(…) “Esto es lo que nos pasa, que nos tienen con los pies en el pescuezo. Aquí, al no haber nada más qué hacer, y con familia, tienes que entrarle. Al bajar a la mina, los mineros siempre decimos ‘en el nombre sea de Dios’ –se persignó– y ¡vámonos pa’ abajo! Porque sabemos que entramos, pero no sabemos si vamos a salir con vida, como ellos”, apuntó a la bocamina…

(…) La noche del 18 de febrero, mientras se internaban a pie en los cañones y en las galerías de la mina, los mineros discutieron. Arrastrando sus mulas, cargando la herramienta con escasa iluminación, acordaron suspender el trabajo a las cuatro de la mañana, a manera de protesta, según Ervey Flores y Marco Antonio Contreras, dos de los sobrevivientes.

No regresaron. Alrededor de las 2:00 de la madrugada, un estruendo precedió al derrumbe que en segundos arrasó con los ademes, sus vigas y sus pilotes. Fue una reacción en cadena, una onda de calor –la encandilante luz blanca que recuerda Ervey– que atestó los tres cañones principales y algunos túneles diagonales, expulsando su furia de fuego y negros escombros por la bocamina.

Ervey y 12 de sus compañeros se ubicaban cerca de la entrada. Lograron salir a rastras con heridas incurables, órganos muertos, decadencias fisiológicas. Los otros 65 quedaron en el interior, pues ocupaban posiciones distantes, algunos hasta casi tres kilómetros. Fue hasta dos horas después cuando el silbato de alarma anunció el accidente a varios kilómetros a la redonda. Fue el tiempo máximo de oxígeno de los equipos de autosalvamento. Y el necesario para que en las oficinas desaparecieran bitácoras, planos, estudios geológicos, registros de mediciones de gas…

(…) Fue el lunes 20 de febrero, por la noche, cuando Francisco Xavier Salazar Sáenz hizo su entrada a las oficinas de Pasta de Conchos. En uno de los patios, conversaba con Xavier García de Quevedo, presidente de...

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