Memorias de la transición: la sociedad argentina ante sí misma, 1983-1985

AutorLucas Martín
Páginas9-26

Lucas Martín. Doctor en Ciencias Políticas y Jurídicas, especialidad Filosofía Política, Universidad de París 7 (Francia), CONICET y Universidad de Buenos Aires (Argentina). Correo electrónico: lucasgmartin2006@gmail.com.

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Introducción

Luego de la derrota en la guerra de Malvinas en junio de 1982 y a medida que la censura fue cediendo su lugar a la libertad, los crímenes cometidos durante el autodenominado “Proceso de reorganización nacional” comenzaron a tomar mayor estado público. Especialmente luego de instaurada la nueva democracia, es decir, año y medio después del fracaso bélico, la exposición pública del pasado dictatorial cobró grandes dimensiones. Esta nueva publicidad tuvo tres modalidades de exposición que definieron tres etapas entre finales de 1983 y 1985.1 En un primer momento, tuvo lugar lo que se conoce como el “show del horror”: una saturación mediática de información sobre los aspectos más abyectos de la represión terrorista que generaba un amplio rechazo de crímenes que, para la opinión pública, eran irracionales e inhumanos. El segundo momento estuvo signado por las investigaciones de la comisión creada por el Poder Ejecutivo para establecer la verdad sobre los crímenes de la dictadura. La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), constituía el espacio donde las víctimas sobrevivientes y sus familiares asistían para dar su testimonio y donde eran recibidos en el marco de sobriedad que daba una institución auspiciada desde el Estado y conformada por varias figuras de probidad socialmente reconocida. El trabajo de la Conadep dio un nuevo tono a la publicidad de la verdad sobre lo ocurrido, verdad que ahora, con la acumulación de pruebas y testimonios, daba cuenta de la sistematicidad de los crímenes. La respuesta generalizada de la sociedad fue una condena moral simbolizada por la expresión Nunca Más, que tituló la edición del informe elaborado por la comisión. Por último, la tercera etapa fue la del juicio oralPage 11 a los comandantes que habían gobernado el país. En el marco solemne dado por las reglas procesales, la condena moral del Nunca Más cobró una forma institucionalizada garantizada por la autoridad de un renovado Poder Judicial, y pudo corregirse la deriva sensacionalista del “show del horror”, aunque no pudo evitarse que las emociones tuvieran un papel central.

En este contexto surgieron las memorias sociales que analizamos en estas páginas y que tienen ciertas características particulares. En primer lugar, son memorias inmediatas, de transición, aún inmersas en la historia traumática, situadas en un punto fronterizo entre el hecho (o la representación del hecho) y la memoria del hecho. De aquí que, en segundo lugar, no fueran pensadas socialmente en términos de memoria; eran, antes que nada, representaciones y valoraciones que acompañaban a las acciones con las que se clausuraba una época, de modo que el espacio para la reflexión sobre el propio pasado aún no había sido consolidado plenamente con la democracia. En tercer lugar, en el contexto de efervescencia por la transición democrática y de condena ante la revelación pública de los crímenes del Proceso, estas memorias inmediatas tuvieron una amplia circulación pública y una amplia reverberación social. Todo lo anterior ha signado, en cuarto y último lugar, la persistencia en el tiempo de esas memorias bajo formas cristalizadas o esquemas de representación al punto que incluso han adquirido nombres propios. Las memorias de transición a las que me refiero son: por un lado, el mito de la inculpación y de la inocencia, y por otro, la “teoría de los dos demonios”. En suma, podemos caracterizar las memorias con que tratamos como las primeras elaboraciones retrospectivas que la sociedad argentina realizó de un pasado del que estaba decidiendo salir, de manera tal que esas memorias de transición generaron tanto una instancia de autocomprensión como una promesa para la democracia.

En las páginas que siguen analizaremos, en primer lugar, la tesis de la inculpación y el mito de la inocencia (sección 1), y luego, la “teoría de los dos demonios” (sección 2). Seguidamente (sección 3), examinaremos los fundamentos históricos sobre los que se asentaron ambos esquemas de representación, esquemas sobre los que se erigieron las memorias de transición. En cuarto lugar (sección 4), plantearemos los desplazamientos que, según nuestro análisis, operan esas memorias originarias respecto del pasado o de las representaciones pasadas de la realidad. Destacaremos así el sentido en el que han operado los olvidos en la elaboración de la memoria colectiva. Por último, en las conclusiones desarrollaremos nuestra hipótesis acerca de la relación entre la memoria del Proceso y el lugar de la verdad.

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La inculpación y el mito de la inocencia

La tesis de la inculpación y el mito de la inocencia, como elaboración de la memoria de los hechos recientes, tuvo un doble origen en el contexto de la transición: la publicidad de la verdad del horror y la lógica de los juicios a los principales responsables de los crímenes. Por un lado, la publicidad constante de imágenes y testimonios, aun cuando no estuviera cargada de sensacionalismo, llevaba al espectador a establecer una relación emocional y directa –sin ninguna mediación reflexiva– con el dolor de las víctimas sobrevivientes y los allegados de las víctimas que no sobrevivieron, resaltando la inocencia de las víctimas y denunciando a los culpables. Por otro lado, la lógica jurídica se circunscribía, como es natural en su dominio, a una parte de la realidad con el fin de establecer responsabilidades, de acuerdo con las tipificaciones legales de los delitos, para luego atribuir las penas correspondientes. En suma, el eje estaba puesto en unos crímenes que ciertamente se revelaban tan inéditos como horrorosos, y el lenguaje en juego era el de la culpabilidad y la inocencia. Dicho en otros términos, los crímenes mantenían su aspecto incomprensible para el sentido común pero también eran susceptibles de tipificación penal e imputables a los culpables. Ahora bien, tanto en esa incomprensión a nivel del sentido común como en la solución legal que daba la justicia, quedaba excluida toda consideración política sobre el pasado. En ese marco, la sociedad concentró su indignación emocional y moral sobre los militares y los policías, únicos “culpables”, pues habían portado las armas y habían secuestrado, torturado, asesinado y mentido.2

En virtud de los términos en que fueron escenificadas estas primeras elaboraciones de la memoria, y a pesar de la promesa política de un nuevo comienzo basado en la legalidad democrática, no pudo darse una revisión política más profunda del pasado reciente. Quedaba así, fuera de discusión, en estas primeras memorias colectivas, el abandono progresivo de la legalidad y de las instituciones democráticas que se había producido en el bienio previo al golpe; el hecho de que las víctimas en su gran mayoría eran militantes; el alto grado de recepción y apoyo que habían tenido el discurso belicista, el diagnóstico del caos y el lenguaje antisubversivo de los militares; y, sobre todo, quedaba fuera de debate el lugar que había ocupado en el pasado la sociedad, una sociedad que ahora se indignaba frente a verdades que antesPage 13 no habían sido tan ignoradas.3 En una palabra, la sociedad podía identificar fácilmente a los culpables pero omitía toda consideración en la que debiera reflexionarse sobre su propio desempeño, mimetizándose ella misma con la figura de la víctima inocente.

Señalemos por último que el topos de la condena moral y el esquema de la inculpación se sobreimprimieron incluso a las reivindicaciones por los derechos humanos, que fueron asimiladas a este tipo de rechazo más visceral que político. En efecto, si bien hacia 1984 la reivindicación de los derechos humanos desbordó los límites de las organizaciones que durante la dictadura habían tomado serios riesgos al tratar de defenderlos, con la primacía del rechazo moral del horror y de toda violencia, dicha reivindicación cedió su tono político a una “solidaridad de los sentimientos” menos precisa y más difusa.4 Esta solidaridad, fundada sobre bases morales antes que sobre principios políticos, se reforzaba, a su vez, mediante una identificación de la sociedad con las víctimas en general y, en especial, con las “hipervíctimas” o “víctimas inocentes”:5 con los niños, ancianos, discapacitados, mujeres embarazadas,Page 14 etcétera, es decir, con aquellos casos en los que las atrocidades alcanzaban la cima del horror y de la incomprensibilidad –lo que aumentaba la certeza que la sociedad forjaba respecto de su propia “inocencia”.

En suma, la sociedad proyectaba hacia el pasado su propia inocencia cuando decía descubrir, como si hubiese sido un absoluto secreto, una verdad que antes había decidido ignorar o tolerar.6 Al mismo tiempo, al no hacer distinciones en el mundo de las víctimas del terrorismo de Estado, soslayando la militancia política o armada de la mayoría de ellas, la sociedad podía liberarse de la responsabilidad política que le había cabido, primero, al momento de conformar el “consenso antisubversivo” que favoreció el golpe, y después, cuando fomentó la ignorancia y el silencio respecto de las prácticas represivas inéditas a que ese consenso había dado lugar.

Si observamos las críticas que se han hecho de la tesis de la “inculpación” y del “mito de la inocencia”, podemos diferenciar dos registros:7 por un lado, una crítica del esquema con que se lee el pasado dictatorial, es decir, la inculpación y el mito de la inocencia; por otro, una crítica del punto de partida que avala ese esquema, a saber, la revelación de...

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