Al margen de Henríquez Ureña. Sobre “voz”, “cuerpo” y “herencia” en el filosofar de nuestra América

AutorRafael Mondragón
Páginas259-290

Rafael Mondragón. Profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y estudiante de doctorado en esta misma institución, donde trabaja en un proyecto de investigación sobre la obra del filósofo decimonónico Francisco Bilbao. Correo electrónico: .

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Para los queridos amigos que, desde hace cuatro años, se reúnen en el taller de filosofía y literatura “Heteronomías” para reflexionar sobre la dimensión ética y política de nuestras prácticas filosóficas.

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Presentación

Este ensayo1 se mueve en el espacio liminar que va de los estudios literarios a la historia de las ideas filosóficas. Está dedicado a un tema que, a primera vista, pudiera parecer “menor”: una pregunta por la historia política de nuestras prácticas filosóficas, sobre todo, por aquellas prácticas que se gestaron en el siglo XIX y llegan a nuestro tiempo; no quiero hablar aquí de los contenidos de la historia de nuestras ideas filosóficas, sino de las maneras en que esos contenidos fueron enseñados, transmitidos, encarnados en una situación histórica y política; una manera (un “estilo”), que, como veremos, es ella misma “contenido”. En las páginas que siguen quiero compartir algunas reflexiones relacionadas con el método para leer estas prácticas: se trata, pues, de la relación del pensamiento con la vida, y de ambos con la historia de la filosofía. Mi opinión es que la filología y los estudios literarios pueden ofrecer una mediación privilegiada para esa lectura. Mis reflexiones se organizan “al margen” de la práctica filosófica de Pedro Henríquez Ureña (cuyo nombre abreviaremos “ PHU ”), ese extraordinario, incómodo intelectual que no llegó a ser profesional de la filosofía o la filología, y que permitió, sin embargo, que otros llegaran a serlo. Son anotaciones “al margen”, porque busco el filosofar de Henríquez Ureña, no en sus textos más propiamente “filosóficos”,2 sino en todo lo que los rodea.

1. Exordio donde se evocan los temas de los que tratará todo este ensayo: sobre “ voz ”, “ cuerpo ”, y “ herencia ” en la tradición filosófica de nuestra América

1.1. “Quien no lo oyó lo perdió”. Son palabras certeras de Emilio Uranga, citadas por Andrés Lira en el momento de considerar la importancia de la labor filosófica de José Gaos.3 Un juicio que sePage 261 emparienta curiosamente con la impresión de desconcierto de sus lectores de hoy, que sentimos a la prosa de Gaos difícil de seguir, y nos sorprendemos ante los juicios repetidos por discípulos tempranos sobre la sencillez y claridad cristalina de su pensamiento. “Quien no lo oyó lo perdió”. Un juicio que se repite, también, al enjuiciar a otros autores de su generación (como Korn y Caso, pero también Unamuno); que asimismo repite Alfonso Reyes, bellamente, en su texto dedicado a la muerte, entonces reciente, de Pedro Henríquez Ureña:

¡Ay, si se hubiera decidido a escribir lo que pensaba y decía! Por lo menos, a muchos nos entregó, como en moneda de vellón, el caudal de sus reflexiones, a veces de una originalidad desbordante. Y en muchos libros de sus compañeros y discípulos —los míos los primeros— poco cuesta señalar esta y la otra página que proceden de algunas páginas ocasionales de Pedro (Reyes, 1960a: 167).

“Quien no lo oyó lo perdió”. La tradición de un pensamiento que no aparece de manera directa, sino sólo a través del filtrado de la voz del maestro en la palabra del discípulo que florece; un pensamiento que sólo puede transmitirse en el espacio público creado por el ejercicio vivo de la palabra «oralizada»; el pensamiento de Henríquez Ureña, vivo originalmente en lo que él decía, puede permanecer sólo gracias a que Alfonso Reyes, “discípulo amado” (como Juan), encuentra una voz propia y escribe lo que esa voz propia le dicta.

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2. La normalización frente a las prácticas filosóficas

2.1. Un obstáculo epistemológico común a los historiadores de las ideas nos hace creer, sin darnos cuenta, que la “filosofía” necesariamente debe ser “escritura”. No sólo pasa con la filosofía. Alertados de esta costumbre, los discípulos de Henríquez Ureña no se cansaban de repetir cosas como la que sigue: “Sus escritos, con serlo tanto, son menos valiosos que su influencia personal en la juventud hacia el segundo decenio de este siglo” (Torri, 1964: 173).

Y es que el gran pensamiento de Henríquez Ureña se manifestaba, sobre todo, en una determinada manera de actuar en ciertos momentos y lugares; se trataba de un pensamiento que, más que comunicarse, se transmitía en un cierto ejercicio —público— de la voz y el cuerpo; una voz y un cuerpo que remiten siempre a una persona, un ethos y una historia. Ese ejercicio público no es sólo privativo de Henríquez Ureña. Se trata de una práctica epocal (o, para decirlo en terminología orteguiana, generacional).4

2.2. Adormilados, como estamos, por cierta práctica institucionalizada que cree que la filosofía es (sólo) un conjunto de textos leídos en carreras filosóficas universitarias, nos cuesta trabajo pensar a la filosofía precisamente como esto, como una práctica. En 2000, para distinguir estos dos momentos, Horacio Cerutti sugería elaborar una distinción entre filosofar y filosofía, entre la práctica o quehacer filosófico y su producto (textual, por ejemplo).5 Así, Vasco de QuirogaPage 263 deja escritas pocas obras. Sin embargo, nos vemos tentados a incluirlo en una historia del pensamiento social y político de nuestra América, pues percibimos, en su Hospitales-Pueblo, la huella de una reflexión profunda sobre la organización de la sociedad. La pregunta es cómo estudiar el pensamiento de Vasco de Quiroga sin contar con respaldos textuales, y sin reducir ese fecundo pensamiento al “texto que debería estar detrás de lo que hizo”. Es la misma pregunta que aparece al historiar la reflexión encarnada de ciertos movimientos sociales (indígenas, por ejemplo); y es, también, la pregunta que, de no plantearse, podría orillarnos a dejar de lado un número importante de pensadores de nuestra América, que trabajan en el arco que va de finales del siglo XVIII a inicios del XX, y que son, todos ellos, pensadores que dejan pocas cosas escritas; huellas apenas de una reflexión que ocurre en otro lado; “presencias reales” con una voz y un cuerpo, en cuyo ejercicio van labrando una tradición.6

2.3. Esta problemática epistemológica nuestra se encuentra, ella misma, encuadrada históricamente. En 1934, el argentino Francisco Romero señaló la punta del iceberg al hablar de cómo la creación de universidades, publicaciones y cenáculos estaba contribuyendo a crear un clima de “normalidad filosófica”, donde los temas de la filosofía se hacían de interés general y al tiempo eran objeto de una elaboración más “profesional”. A la creación de condiciones que tendieran al establecimiento de este clima se ha llamado, a partir de Romero, normalización filosófica, y han tenido que ver con la profesionalización de la labor filosófica, ligada en algunos planteamientos al “inicio de la madurezPage 264 intelectual iberoamericana” y el momento en que esta producción puede, por fin, hablar de temas “universales”.7

Romero había referido brevemente a cómo este proceso, sin terminar en su época, había iniciado con los que él llama “fundadores”, hombres en la línea de Andrés Bello: promotores de grupos literarios, fundadores de instituciones, traductores, editores y creadores de planes de estudios. Hoy, al revisar este proceso, nos damos cuenta de que en América Latina el nacimiento de la profesión del filósofo se encuentra relacionado con la formación de los Estados nacionales, que dan la infra-estructura necesaria para la cristalización de esta profesión: universidades y plazas universitarias, bibliotecas, centros de investigación, editoriales. En Francia, el impulso decisivo de esta profesión vino dado por la figura de Victor Cousin, profesor universitario, organizador de la enseñanza básica y autor de grandes síntesis sobre filosofía.8 En nuestra América, el proceso de normalización filosófica tarda casi un siglo en completarse: inicia con Andrés Bello y otros gigantes de su generación, pero puede sólo llegar a término a principios del siglo XX con el fin de las guerras civiles, la industrialización de algunos países, las ideologías populistas y sus relatos de identidad nacional. Sólo la paz de los sepulcros puede contribuir a la estabilización del campo filosófico profesional.

2.3.1. El caso mexicano es paradigmático: lo que en América Latina inició en Bello terminó, aquí, en la Universidad Nacional de México, y con Gaos y Henríquez Ureña; con sus labores de traducción y publicación, de creación de planes de estudio, de redacción de libros dePage 265 texto donde se daba (o inventaba) un panorama “canónico” de la historia de sus respectivas disciplinas. La generación de los cuarenta está a medio camino entre uno y otro momento: son aún hombres del XIX, pero dan el paso gigantesco que luego borrará lo que estaba atrás. Usando una aparente paradoja, podríamos decir que, con la normalización, el pensamiento especializado ganó profundidad, pero perdió complejidad y olvidó su responsabilidad ciudadana. Y esto no sólo pasó en la filosofía. Las últimas, brillantes páginas de Las corrientes literarias en la América hispánica de Henríquez Ureña están dedicadas a explicar críticamente este proceso desde el punto de vista de la literatura:

Con la estabilidad política, bajo una forma real o fingidamente democrática, y con el...

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