La luz que apenas fue

AutorDenise Dresser

No esperábamos un milagro. No esperábamos que Enrique Peña Nieto reconociera el conflicto de interés por la Casa Blanca o que Angélica Rivera dejara de pavonearse o que Norberto Rivera pidiera perdón por Marcial Maciel o que Onésimo Cepeda abandonara el campo de golf o que los 43 de Ayotzinapa aparecieran. Pero muchos, quizás, esperábamos más de la visita del Papa Francisco. Por su fama de Papa rebelde. Por su profundo desprecio a la pompa y a la ceremonia. Por la valentía y el arrojo que ha demostrado al hablar del medio ambiente y de la homosexualidad. Anticipábamos -o queríamos- más inconformidad, más honestidad, más bríos. Sobre todo en un país tan dolido, con una Iglesia católica tan distante y tan cargada de vicios añejos que ni siquiera reconoce.

Y esos deseos no estaban enraizados en el imperativo de que el Papa resolviera todos los problemas del país, o que diera propuestas de política pública. Surgían del entendimiento de que el Papa es el ser humano más popular del planeta, cuya voz resuena en país tras país, cuyas palabras son atendidas, escuchadas, repetidas. Un pontífice distante de los convencionalismos, sencillo, humano, capaz de decir sobre los homosexuales: "¿Y quién soy yo para juzgar? Alguien que como lo escribe Alma Guillermo-prieto en su artículo El Papa rebelde, publicado en la revista Nexos, "nos parece entrañable y sensible, cariñoso, amable, cálido, instantáneamente claro".

Ese es el Papa que muchos en México queríamos ver. El que le gusta lavar los pies de hombres y mujeres pobres. El que desea llevar a la Iglesia a sus años fundacionales de pobreza y evangelización. Y vimos atisbos de ese pontífice "raro" cuando regañó a los obispos privilegiados y prepotentes; cuando sacó a la figura de Samuel Ruiz del ostracismo eclesiástico en el cual se encontraba; cuando dio palabras de consuelo a los reos, a los encarcelados, a los que tienen todos los motivos para haber perdido la esperanza. Allí vimos al Papa cercano, presente, con el corazón abierto, haciendo lo que le gusta, cargado de energía.

Pero también vimos a otro Francisco. El que convive demasiado con las élites a las cuales la Iglesia debería cuestionar, todos los días. El que carga consigo la acusación de haber expuesto -en los años de la Guerra Sucia- a dos jesuítas argentinos a la tortura y al exilio. El que se tomó fotos con la familia de Eruviel Ávila y convivió sonriente con mil 500 privilegiados en Palacio Nacional, muchos de ellos iconos de la impunidad...

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