Lo laico no quita lo decente

AutorFabrizio Mejía Madrid

-¿Para qué un libro sobre el pasado cristero? -le dije para incomodar, mientras lo hojeaba.

-Es sobre el futuro panista -respondió levantando las cejas hirsutas.

Los debates que la semana pasada suscitó la iniciativa de una diputada por Zacatecas para borrar de la Constitución mexicana la frase "separación de Iglesia y Estado" me dejaron un poco perplejo sobre las nociones de laicismo que habitan en las entrañas de nuestros representantes. Más allá de que en esta legislatura han existido iniciativas para dotar de buzones a los hospitales para que por ahí se deslicen bebés no deseados; penas de cárcel para árbitros de futbol vendidos; y, en la CDMX, la propuesta de vender cerveza caliente para desalentar su consumo, no importa tanto el hecho aislado, sino lo que sacó a flote: una confusión de conceptos y de historia nacional.

  1. El Estado laico es uno sin religión, no uno -como pretenden algunos despistados- que incluya a todas las religiones. Se debe a las guerras de religiones en Europa, entre protestantes y católicos, y de éstos contra el Islam. El Estado se construye entonces, no en lo que divide tan enfáticamente a sus ciudadanos, sino ante lo que los hace iguales: su estatus de seres humanos, sus derechos humanos. El Estado es neutral en las creencias personales y activo en la protección de sus derechos comunes. Así de simple. La idea de un Estado que cobije todas las creencias nos devuelve al origen del conflicto: Marsilio de Padua, en el siglo XIV, ya veía como un problema el que un soberano decidiera sobre la verdad divina obligando a sus súbditos a creer en ella, so pena de ser castigados. La reserva de Marsilio era todavía teológica: ¿cómo puede ser verdadera una creencia coaccionada? Y, más aún, ¿cómo una autoridad podía abrogarse esa verdad divina sin cometer un pecado de soberbia? Tarde o temprano, el asunto acaba siendo el mismo desde hace siete siglos: ¿cuáles religiones debe adoptar el Estado? ¿Cuántas son todas?

    La Inglaterra de Cromwell, atosigada por las guerras entre protestantes y católicos, entre obedientes al rey y súbditos del Papa, separó tres tipos de libertades: la religiosa, la civil y la doméstica. En la civil residía la libertad política, sin ninguna religión, de "encontrar juntos la verdad de cada momento". En todo instante, debe existir la posibilidad de que cada hombre y mujer intenten buscar el conocimiento (de ahí, la propuesta de eliminar la censura previa a las publicaciones), educarse a sí mismos, y...

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