Lo que los jueces olvidan a menudo
Autor | Gerardo Laveaga |
Páginas | 44-45 |
44 El Mundo del Abogado diciembre 2011
Gerardo Laveaga
Loquelosjueces
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El hecho de que nuestra Constitución se haya
convertido en un catálogo de buenas intencio-
nes o en un conjunto de quimeras se debe, en
buena medida, a que muchos de nuestros pre-
parados y honestos jueces no tienen el coraje
para cumplirla y hacerla cumplir. Así lo sostiene
el autor, director general del Instituto Nacional
de Ciencias Penales (INACIPE).
La mayoría de los jueces
mexicanos son preparados
y honestos. Me consta. Mu-
chos de ellos, sin embargo,
han olvidado el juramento
que hicieron al asumir su
cargo: defender la Constitución. Atasca-
dos en los formalismos procesales —los
alcances de una causal de improcedencia,
el vencimiento de un término, las impli-
caciones de una omisión…— olvidan los
auténticos objetivos por los que prome-
tieron luchar. Estos objetivos —temo que
hay que recordarlo— no se encuentran
en las leyes o los reglamentos. Menos
aún en la jurisprudencia. Se hallan, repi-
to, en la Constitución.
“Nuestra labor es establecer el co-
rrecto sentido de una norma, emplean-
do técnicas de interpretación, pondera-
ción o solución de antinomias, según sea
el caso”, se ufanan los jueces de todas las
jerarquías, aclarando que a unos les co-
rresponde una cosa y, a otros, otra. “Para
ello gozamos de autonomía y no tene-
mos más compromiso que la imparciali-
dad”. Pero mientras ignoren que la auto-
nomía que se les otorgó fue para aplicar
la Constitución sin cortapisas y que su
imparcialidad no los sitúa por encima
del compromiso que tienen con nuestra
Carta Magna, su alegato se antoja irrele-
vante. Me explico.
El artículo 20 de la Constitución seña-
la que el fin de un procedimiento penal
es que el inocente quede libre, el culpa-
ble de un delito vaya a prisión y el daño
a las víctimas sea reparado. En el queha-
cer cotidiano, no obstante, escudándose
en el debido proceso, lo importante para
un juez penal es que el Ministerio Públi-
co no haya omitido ninguno de los requi-
sitos de una consignación, que no haya
retenido al inculpado más de 48 horas y
—¡Dios no lo permita!— que no lo haya
detenido sin orden judicial, así se le haya
sorprendido en flagrancia. Si, verificados
estos pormenores, el culpable queda li-
bre o el inocente va a prisión, da igual.
“El Ministerio Público no hizo su cham-
ba”, se lavan las manos los jueces, sin que
ninguno de ellos se acuerde de la obliga-
ción que tiene de “mejor proveer”.
El artículo 28 no titubea al condenar
los monopolios y las prácticas de éstos:
“la ley castigará severamente, y las auto-
ridades perseguirán con eficacia” a quie-
nes incurran en ellas. Pero, ¿de veras
ocurre esto en los tribunales? Seducidos
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