Escritura, crítica y semiótica: ética y política de la práctica literaria

AutorRaymundo Mier
CargoProfesor-investigador en el Departamento de Educación y Comunicación de la UAM-Xochimilco. Miembro del Posgrado en Ciencias Sociales. Profesor de Teoría antropológica y de Filosofía del lenguaje en la Escuela Nacional de Antropología e Historia
Páginas7-23

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El vuelco hacia la escritura

La literatura contemporánea guarda una relación equívoca con el trabajo crítico. Lo supone, lo engendra en el impulso reflexivo que le es inherente. Escribir en la modernidad es en principio engendrar una

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distancia respecto del propio acto y el propio gesto; es asumir la extrañeza de esa palabra, su gratuidad, sus orientaciones erráticas y abiertas; es alentar en el lenguaje las resonancias de esa extrañeza. Es un impulso sin otro destino que el vértigo de las transfiguraciones del lenguaje y la súbita visibilidad de sus potencias, de su materia como un régimen paradójico del acontecimiento. Por otra parte, la crítica transforma esa distancia en ruptura al asumir, como su tarea, menos una dimensión reflexiva acerca del propio trabajo de escritura, que la génesis de un saber sobre el texto, la elucidación de su significación. La implantación de la mirada crítica como saber hizo surgir, como una de sus secuelas inmediatas, la mutación de la reflexividad crítica en un reclamo de aprehender la verdad sobre el texto, el esclarecimiento de su mecánica, la explicación exhaustiva de sus impulsos y sus recursos, modelos de interpretación, la inscripción de la obra en taxonomías, secuencias, identidades, géneros, ensayos anatómicos. Barthes escribió en 1978: "Entiendo por literatura, no un cuerpo o una serie de obras, ni incluso un sector de comercio o de enseñanza, sino la gráfica compleja de las trazas (los trazos) de una práctica: la práctica de escribir" (2002: 453). No obstante, la noción de práctica toma en esta tentativa un sentido particular: no una acción determinada, doblegada a los imperativos de los órdenes instituidos, sino una acción cuyo sentido hace patente el carácter disruptivo de un acontecer abismado en una confrontación a un tiempo íntima y agonística con los juegos potenciales del lenguaje. La definición de Barthes sugiere también el desarraigo de la literatura. Más allá del lenguaje, en el dominio de una figuración que hace patente la huella de los cuerpos, de una experiencia y de los tonos indescifrables de lo sensorial, las aprehensiones y los estremecimientos súbitos de lo fantasmal. El carácter de la escritura aparece así en el ámbito de las huellas, en la materia que exhibe la desaparición como una invocación a la recreación incesante del sentido desde la exaltación de las composiciones espectrales del lenguaje y no de sus formas canónicas -gregarias, dice Barthes- de la significación.

Esta visión de la literatura no hacía sino afirmar una aproximación que había comenzado a dislocar los marcos de la tarea crítica a partir de los años cincuenta, y que se expresaba en una multiplicidad de búsquedas divergentes: Bataille, Blanchot, Sartre y los trabajos iniciales

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del propio Barthes, que enfrentaban visiones instituidas de la crítica literaria. Desde la posguerra, la visión de la literatura ahondaba sus posturas críticas y reclamaba ya una nueva inscripción en el horizonte intelectual, a partir de un diálogo íntimo con la fenomenología, las nuevas vertientes de una filosofía en la estela de Nietzsche, de Hegel, en una exploración del sentido radical del acto literario. La crítica revocó las pretensiones de cientificidad que asediaban a algunas tentativas de linaje formalista. Un giro reflexivo -la interrogación de la crítica sobre sus propios objetos, sobre sus hábitos y prácticas- encontró en la filosofía, la lingüística y la semiótica, incluso en la antropología, un territorio difuso, aunque definitivo, para fundar su propio extrañamiento.

En franca ruptura con modelos "causalistas" del hecho literario, que privilegiaban los enfoques filológico, biográfico, sociológico, de géneros o estilístico, el concepto de escritura interrogaba el trabajo mismo de desplazamiento de la lengua, de su transfiguración, la creación y mutación de sus potencias, la implantación en el lenguaje de un juego de extrañeza inherente en la materia duradera de la letra. La aproximación a la escritura quebrantó las convicciones derivadas del análisis biográfico como fuente de autoridad en la identificación y taxonomías de los sentidos de la obra, pero también exhibió las incapacidades de los modelos sociológicos e históricos que buscaban la génesis de los recursos narrativos y estéticos literarios de la concurrencia de factores sociopolíticos. Más aún, exhibió la violencia reductiva de los enfoques lingüísticos y discursivos para la aprehensión de este movimiento a la deriva, de esta incesante fuga del lenguaje recobrada en la lectura como una incitación a las afecciones y las figuraciones en una gráfica de sedimentos del lenguaje.

El giro de la reflexión hacia la escritura puso en relieve la precariedad de las aproximaciones formalistas y el horizonte restringido de su comprensión del texto. El quebrantamiento de las aproximaciones canónicas que integraban el hecho literario en las prescripciones estéticas de "el arte por el arte", y el abandono de las concepciones formalistas de la valoración estética de la obra acompañaron a la desestimación de las infatigables taxonomías cifradas sobre visiones descriptivas o "anatómicas" de la construcción literaria: aproximaciones estilísticas,

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clasificaciones derivadas de recursos técnicos de la construcción de los relatos, o bien, relativas a "concepciones" del narrar confinadas a la descripción de operaciones lingüísticas, o bien derivadas de dependencias extrínsecas, exorbitantes al hecho literario.

La escritura emerge, en la reflexión de Barthes, no como una manifestación secundaria del lenguaje, como la transcripción de otro lenguaje cuya fuente propia es la enunciación oral. No deriva de la voluntad de control inherente a la manipulación de las expresiones materiales de la significación, arrancadas de la fuerza del diálogo capaz de arrastrar la significación en una estela regulada y de creación de regulación, aunque imprevisible en sus desenlaces. La escritura no es una emanación de la lengua ni la manifestación duradera de sus condicionamientos. Su potencia verbal emana de invocar los juegos abiertos de lo imaginario, a través de ritmos, silencios, resonancias, jirones residuales de trayectos de invención, acentos pasionales incorporados en morfologías conformadas en los márgenes de lo indecible. Así, la literatura -la práctica de engendrar figuraciones residuales de la fijación material del lenguaje- no es una mera petrificación del habla, la expresión patente de la voluntad de su duración o su persistencia. Es, por el contrario, la exploración de otro régimen, insospechado, singular, del lenguaje. Este régimen emana del sujeto y lo involucra y, sin embargo, la obra literaria no es tampoco la expresión objetivada de un proceso íntimo, la revelación de una verdad velada o cifrada de las capacidades o las experiencias inauditas de una constelación de impulsos del sujeto. No supone una vocación objetiva de revelar para los otros o para sí universos de sentido propio que se transfigura en el acto de escritura para hacerse visible, transmisible, común. La escritura no es la expresión de una voluntad comunicativa, tampoco es una emanación expresiva de las afecciones, su recurso de visibilidad o su manifestación reflexiva, sino el desenlace de un trayecto a la deriva de la subjetividad en un destino anómalo del reconocimiento, en confrontación con los propios atavismos: el lenguaje como huella enigmática de las potencias de la significación, que emergen autónomamente contra el lenguaje habitual. Escribir se hace siempre desde los márgenes mismos de la significación, como un recurso para desconocer la fuerza de su violencia constructiva, para desplazarlos en el juego del olvido.

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Al enfrentarse a otras visiones críticas centradas en las determinaciones surgidas de las estructuras del lenguaje, la noción de escritura se afirma como una condición radicalmente autónoma de la práctica del lenguaje, como una conformación potencial de múltiples significaciones. Como señala Barthes, no sólo realiza la conjugación inextricable de las determinaciones estructurales de la lengua y el acontecimiento enunciativo del discurso, sino la potencia significativa de la materia autónoma de la escritura, la figuratividad propia de esa huella discursiva que funda su propio tiempo enunciativo, que despliega un ritmo visual y sensorial propio, que exhibe...

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