Hombres de gobierno, 2ª ed.

Páginas63-63
• Hombres de gobierno, 2ª ed.
• GerardoLaveaga,
• DeBolsillo,México,2015
Aquellos hombres que
“hicieron de la política un
arte”, como se anuncia en
esta nueva edición del libro
de Gerardo Laveaga, parecen haber
tenido un pasado invulnerable. Los
conocemos por sus hitos, por las
estatuas sobre el puente nuevo, por
la que observa cabizbajo al Big Ben
o por las calles y los aeropuertos
que llevan sus nombres. Los hemos
visto en la ficción, en películas y
series desiguales; en los reportajes
que se centran en las guerras que
ganaron, los imperios que fundaron
o las bases políticas o legales que
sentaron…
Y este libro, ciertamente, no
omite este recuento. En él se hace
constar la manera en que Alexander
Hamilton creó el excepcionalismo
norteamericano; de cómo el carde-
nal Richelieu, además de dedicar
su vida a lograr que Francia fuera
la mayor potencia del mundo, dotó
(por medio del control de la pro-
ducción artística y literaria) a los
franceses de identidad, y se habla,
también, de la convicción de Otto
von Bismarck de que la política
exterior no debía fundarse en los
sentimientos románticos, sino en
la Realpolitik, cálculo preciso de
fuerzas.
Apreciamos, asimismo, la
admiración del autor por el papa
Inocencio III, quien institucionalizó
la confesión, proveyendo con esto
a la Iglesia católica de un poder
incomparable de chantaje, culpa e
información.
Pero en este recuento, con un
estilo sintético y agradable, Laveaga
nos muestra una cara poco vista de
estos grandes líderes. No quisiera
usar la palabra desmitificación o re-
visionismo; sin embargo, su libro es
un recordatorio de que detrás de to-
dos sus logros hubo motivos egoís-
tas y actitudes convenencieras, de
seres megalómanos, repletos de
vicios, todos ellos con caminos que
se mezclan entre el oportunismo, el
azar, la puerilidad y el arrojo.
El libro subraya la arrogancia ca-
prichosa de De Gaulle; la convicción
(en un arrebato de egolatría casi bu-
ñueliana) que tenía Churchill de que
todos los hombres eran gusanos a
los que no valía la pena escuchar;
la obsesión enfermiza con la que
Pedro el Grande intentó europeizar
a Rusia; la manera en que el inter-
vencionismo occidental pesó más en
los éxitos de Nelson Mandela que su
talento político, y de cómo Enrique
IV no sólo era un ateo que navegaba
camaleónicamente por las aguas del
calvinismo y el catolicismo, sino que
nunca pronunció aquella frase en la
que, pragmáticamente, afirma que
“París bien vale una misa”.
Entre las semblanzas de esta
obra destacan las de algunos perso-
najes fundamentales en la historia
del Derecho: los legisladores Solón y
Justiniano, que reconfiguraron sus
respectivas comunidades; Enrique II
y Luis IX el Santo, creadores del sis-
tema judicial en Inglaterra y Francia,
respectivamente, y modernizadores
de la judicatura como Edward Coke,
John Marshall y Earl Warren.
Hay cuatro perfiles que disfruté
sobre los demás: aquel en que el
autor hace una comparación de El
viejo y el mar de Hemingway, con
la aversión por la timocracia que
profesaba el barón de Stein; el de
Franklin Delano Roosevelt, creador
de la clase media norteamericana; el
de Domingo Sarmiento, que dio un
impulso inverosímil a la educación
argentina, convencido de que era la
única manera de superar el atraso,
y el dedicado a ese admirable liberal
mexicano que fue Valentín Gómez
Farías, un romántico que quiso
restructurar el país, seguro de que
el mejor detonador del progreso
era la educación y de que ésta tenía
que ser crítica y alejada de la Iglesia
para poder formar hombres com-
prometidos con los ideales de igual-
dad y democracia. Un hombre que,
en el panteón de la fama colectiva
de nuestros héroes, es rebasado por
nombres muy inferiores a su valía e
intelectualidad. Aunque, como bien
dice Laveaga, le falló el timing.
El libro —cuya nueva edición in-
cluye las semblanzas de Gladstone,
Nehru y Lee Kuan Yew, entre otras—
podría resumirse en tres rasgos
que compartieron sus personajes.
Por un lado, el hecho de que, en su
mayor parte, eran grandes comuni-
cadores. Sabían emitir sus mensajes
de manera efectiva, explotando para
sus fines los sentimientos naciona-
listas que crearon o que ya existían
en su tiempo. Luego, la inmensa
confianza en sí mismos que, en
muchos casos, era su mayor virtud y
su más grande defecto. Finalmente,
la creatividad. Fueron hombres que
no titubearon al emplear el pensa-
miento divergente, en encontrar las
maneras, en ocasiones arriesgadas,
de construir imperios, sacar a sus
sociedades de las depresiones o de
levantarlos de las más dolorosas
derrotas.
Ramiro Chávez Gochicoa
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El Mundo del Abogado

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