La herencia

AutorRafael Rodríguez Castañeda

Al pensar en un homenaje a Julio Scherer García, se me plantea un dilema: evocar la profunda amistad que nos unió o subrayar el significado de su obra periodística y literaria. Para cumplir con mi doble responsabilidad, como su amigo y como director de la revista Proceso, voy a explorar ambos caminos.

Recuerdo a mi propio Julio Scherer; al que conocí en su época de director de Excélsior y con el que establecí una relación que fue creciendo como se asciende a una cumbre escabrosa: al borde del abismo, subiendo y bajando hondonadas, deteniéndose para recuperar la respiración, escalando formaciones rocosas, sufriendo el pinchazo de arbustos espinosos, sudoroso el cuerpo por el cansancio y por la emoción, recibiendo los ardientes rayos del sol de las alturas o el golpe brutal del viento helado... Con la certeza de que, ya en la cúspide de la montaña o en la cima de la amistad, los incidentes y accidentes se vuelven anécdotas y, orgulloso de la conquista, uno puede ver con claridad el horizonte.

Me desempeñé como jefe de redacción de Proceso durante 18 años, lapso de trabajo compartido con él de la mañana a la tarde y de la tarde a la noche... -¿Lo molesto unos minutos, don Rafael? -me convocaba, clavada su mirada en la mía.

...Y los minutos se volvían horas de conversación intensa sobre los asuntos del día o las investigaciones periodísticas en marcha, de lecciones de moral y técnica reporteril, de vislumbres del futuro de Proceso, de humanismo y filosofía, entreveradas lecturas de Tolstoi y Dostoyevski, discusiones sobre la fe y el ateísmo, la muerte y el más allá. Las horas eran días que se convirtieron en semanas, meses y años de cercanía.

Sin premeditación, la vida nos fue uniendo y nos fue ungiendo en una amistad incondicional.

La amistad, religión sin ritos, la calificaba don Julio. Me escribió alguna vez: "El trabajo me hizo su amigo y la amistad me hizo su hermano".

Ya retirado de la dirección de Proceso, lo que era cotidiano se volvió esporádico pero igualmente profundo. Venía a la redacción a saludar a los reporteros, sus siempre queridos reporteros, y a entablar largos diálogos conmigo.

En ocasiones, me entregaba textos breves, escritos con letra de receta médica en tarjetas o cuartillas blancas, regularmente con la leyenda de confidencial. Un simple "Julio" era la firma. En ellos, exponía momentos personales dramáticos, reflexiones agudas, autorretratos fulgurantes. Por ejemplo, éste:

"¿Por qué me comporto de una peculiar manera con los demás? Hay un propósito permanente de provocación. Por supuesto. Ahí está mi ser...

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