Gustave Doré: el más ilustre de los ilustradores

AutorRafael Vargas

PARIS, Francia.- Son las diez de la mañana de un viernes. Decenas y decenas de personas hacen fila para entrar al Musée d'Orsay. Una parte, seguramente, entrará a ver la maravillosa colección permanente, el paraíso de quienes admiran el arte impresionista. Pero un buen número de ellos está allí, sin duda, para asistir a la gran exposición de la obra de Gustave Doré, el extraordinario artista francés nacido en Estrasburgo el 6 de enero de 1832, cuya obra ha marcado de manera definitiva la imaginación de una inmensa parte del mundo occidental.

En la introducción aJ'ai ce que j'ai donné ("Tengo lo que he dado", Gallimard, 2008), el libro que reúne las cartas que el escritor Jean Giono escribió a sus familiares, la compiladora Sylvie Durbet-Giono, la menor de sus dos hijas, relata que cuando era pequeña y no sabía leer, mientras trabajaba su padre le daba libros ilustrados para que se entretuviera.

"Fue así como a los cinco años ¦ de edad me encontré hojeando el Infierno, de Dante Aligheri, ilustrado por Gustave Doré."

Lo que Sylvie cuenta debe haber ocurrido en millares de hogares de Europa y de América, y es de suponer que parte de las personas formadas en d'Orsay alguna vez habrá tenido a la vista una lámina de Doré, aunque no se ha-. yan percatado de ello.

Pero Doré no fue sólo el ilustrador de la Divina Comedia, de Dante, sino de centenares de obras • más. Entre ellas -algunas de las más famosas-, la Biblia, el Quijote, las Fábulas de La Fontaine, los Cuentos de Perrault, Gargantúa y Pantagruel de Rabelais, Orlando furioso de Ariosto, la Rima del antiguo marinero de Coleridge, El cuervo de Edgar Allan Poe, Atala de Chateaubriand, Las aventuras del barón de Münchhausen de Gottfried August Bür-ger y Londres, una Peregrinación, de Blanchard Jerrold.

A los 33 años Doré había producido más de cien mil ilustraciones, cifra que se antoja imposible, salvo porque tenía una monstruosa capacidad de trabajo y energía casi ilimitada.

II

Doré comenzó a dibujar tan pronto tuvo un lápiz en la mano. Llenaba con rapidez sus cuadernos escolares. A los once años era más que evidente su gran destreza para trasladar al papel lo que atrapaba con el ojo. Incluso de memoria. Su gusto por los colores y su interés por experimentar con ellos también era excepcional. Cuando cumplió ocho años le obsequiaron su primer juego de óleos. Al día siguiente, todavía de madrugada, se levantó y pintó de verde el plumaje de una pobre gallina.

Su padre, Pierre Louis Christophe Doré, le procuró una buena educación. Hizo que aprendiera a tocar el violín (la música fue siempre una parte importante de su vida), y quería que estudiara en la prestigiada Escuela Politécnica. Cuando Gustave, segundo...

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