Guadalupe Loaeza / Por puritita costumbre

AutorGuadalupe Loaeza

Por un momento tuve miedo. Tuve miedo de perderlos. "¿Qué haría sin ellos?", me preguntaba desesperada el sábado por la noche. Desde que nací supe que estaban allí y poco a poco me fui acostumbrando a su presencia, pero sobre todo a su poder. De niña no escuchaba hablar más que de ellos. Desde entonces entendí que era muy importante contar con su amistad. Conocer por lo menos al secretario del secretario del secretario, porque abría todas las puertas por herméticas que ellas fueran. Nada me intrigaba más que descubrir finalmente el nombre del que todo el mundo llamaba "el tapado". Cuando finalmente se conocía quién sería "el de la silla", la pregunta imprescindible en los desayunos de Sanborn's de Madero era: "¿Qué tal te fue con el cambio? ¿A quién conoces de la lista?". No obstante, para esos años, ya todo el mundo los criticaba, nadie podía vencerlos. Habían llegado para quedarse. Para mí eran inmortales e indestructibles. Ante mis ojos, aparecían como los volcanes. Formaban parte del paisaje natural de la nación. Nada me gustaba más que los adultos platicaran entre sí acerca de sus anécdotas, todas ellas coloridas y folklóricas. En los sesenta, no había sobremesa mexicana en que no se comentaran las caricaturas que inspiraban, a propósito de sus "casas chicas", de sus hijos naturales, de los "osos" que hacían cuando viajaban al extranjero, de sus transas, de sus abusos y de sus fortunas colosales. Estas sobremesas podían durar horas por todas las historias que se contaban. Los cronistas de sociales, como Agustín Barrios Gómez, mencionaban sus nombres, sus fiestas, sus ranchos, sus casas en Acapulco, sus viajes a Europa y las bodas fastuosas de sus hijos. Tener a algunos de ellos como "testigos" o padrinos en estas ceremonias era un "must". La verdad es que eran únicos, irrepetibles, por eso tenían apodos y sobrenombres muy llamativos. Cuando se moría uno de ellos, todo el mundo acudía a su entierro y en los periódicos se publicaban decenas de esquelas. A pesar de que muchos de ellos se fueron haciendo de más en más viejitos, me acordaba de su respectivo nombre y del cargo que habían ocupado. No me sorprendía descubrir el nombre de sus hijos y hasta de los nietos en las columnas...

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