Los fastos republicanos y el patrimonio cultural

AutorJorge Sánchez Cordero

El legado cultural es una narrativa que armoniza elementos como la identidad nacional, la memoria colectiva y la cohesión social, y por consecuencia deriva en un ecosistema cultural propicio para el ejercicio del poder mórbido, aun cuando en nuestro medio se emplea indiferenciadamente el poder férreo. El epítome de este último en el siglo XX mexicano fue el traslado del monolito de Tláloc, escultura náhuatl, al Museo Nacional de Antropología e Historia desde San Miguel Coatlinchan, Estado de México, con resguardo castrense, en abril de 1964. El furor manifiesto de la comunidad de Coatlinchan era predecible ante el evidente ultraje del Estado contra esa inerme comunidad. Los anales registran que el traslado estuvo acompañado por una insólita tormenta que inundó el centro de la Ciudad de México y que la imaginación popular atribuyó a Tláloc, el dios de la lluvia.

La asidua valoración del patrimonio cultural axiomatiza su carácter mutable. A pesar de este aforismo, el poder mórbido I concibe al patrimonio cultural como una noción dominical y lo reivindica para sí como propiedad. El legado cultural no es, pues, un proceso estático; por lo contrario, es naturalmente dinámico justo donde la identidad se vincula y se recompone con el patrimonio tangible y material, muy en especial en los espacios públicos y monumentos, y en donde la identidad se fragua y se reconstruye para satisfacer las necesidades del individuo, de los grupos y comunidades y de la misma nación.

Durante buena parte del siglo XX prevaleció en el país la noción dominical del patrimonio cultural, cuya consecuencia postrera fue su inserción en la de dominio público. La concepción patrimonialista del acervo cultural distinguiría ese periodo, con una evidente tensión entre el dominio público y el privado del patrimonio cultural material. La concepción materialista del legado cultural quedó imbuida de una carga ideológica que perduraría durante esa centuria.

En perspectiva, dos eventos en el umbral del siglo XX mexicano dan la dimensión idónea. En pleno ejercicio del poder férreo, el gobierno federal propaló su pretensión de comprar de manera forzada la zona arqueológica de Teotihuacán a cerca de 200 propietarios con motivo de las fiestas del centenario de la Independencia. El artífice de esta adquisición fue Leopoldo Batres y Huerta, inspector general y conservador de los monumentos arqueológicos de la República Mexicana.

La compra conminatoria de Teotihuacán tuvo su equivalencia con la adquisición en propiedad por Edward Herbert Thompson (1857-1935), cónsul estadunidense en Progreso, Yucatán, del tablaje 3232, situado en la localidad de Tinum, en el complejo arqueológico de Chichén Itzá. Esta compra le facilitó a Thompson iniciar el dragado del Cenote Sagrado a partir de marzo de 1904. Auxiliado por los arqueólogos harvardianos Al-fred Marston Tozzer (1877-1954) y Charles Pickering Bowditch (1842-1921), Thompson fue patrocinado por la élite bostonia-na (Boston Brahmins), con la insolente connivencia de Santiago Bolio, conservador de ruinas y monumentos arqueológicos. Esta expoliación fue denunciada por la reportera Alma Reed (La Peregrina) en el New York Times en abril de 1923 y se convirtió súbitamente en una cause célèbre.

La compra de Thompson provocaría uno de los litigios más prolongados y confrontaba las reivindicaciones patrimoniales culturales del Estado con el obstinado alegato de la propiedad privada. Esta contestación sobre la legitimidad de los terrenos insertos en el complejo...

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