La enfermedad del poder, el poder de la enfermedad

AutorTomas Domínguez Guzman

El poder transforma a quienes lo ejercen y generalmente los torna solitarios y los aleja de la realidad o de la sociedad a la que representan. Lo mismo a quienes hacen de la política una vocación, que a los estadistas cuando toman decisiones cruciales; algunas veces los resultados son funestos y traen consecuencias que ni ellos mismos saben dimensionar o tienden a disfrazar para atenuarlos ante sus pares o ante sus representados.

Lo grave sucede cuando el disfraz se convierte en mentira y ésta se vuelve sistemática. Entonces se habla ya de desmesura o embriaguez de poder; más todavía si el gobernante en turno se niega a modificar sus actos. Este tipo de conducta suele calificarse como síndrome de hybris y, según el británico David Owen, surge cuando "el líder todopoderoso, el que lo sabe todo, no se rebaja a consultar con nadie ni a informarse", de ahí que comience a cometer errores.

Owen, quien ya rebasó los 70 años, más de la mitad dedicados a la medicina -se graduó como neurólogo- y a la política, ocupó diversos cargos en su natal Inglaterra y llegó a ser actor de primera línea en las décadas de los setenta y los ochenta. Retirado ya de esos menesteres, hoy escribe libros donde conjuga con maestría sus dos antiguas pasiones.

Su volumen más reciente se titula En el poder y en la enfermedad. Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años, puesto en circulación por editorial Siruela en su colección Ojo del Tiempo. En sus 513 páginas, el autor traza las historias de más de una treintena de personajes que dejaron su impronta en el convulso siglo XX, quizá el más trágico para Europa, atravesada por dos guerras e innumerables conñictos protagonizados lo mismo por estadistas, como Winston Churchill, Margaret Thatcher o Francois Mitterrand, que por dictadores o caudillos, como Benito Mussolini, Jósif Stalin, Adolf Hitler, Francisco Franco o Slobodan Milosevic, entre otros.

Y aun cuando incluye a los presidentes estadunidenses que van de Theodore Roosevelt a George W. Bush, pasando por Franklin D. Roosevelt, Harry S. Traman, John F. Kennedy, Lyndon B. Johnson y Richard M. Nixon, su análisis tiene un sesgo eurocéntrico y reminiscencias de Thomas Carlyle, quien consideraba que la historia que cuenta es la de los héroes; sí, pero a condición de que sean occidentales.

Si bien el autor dedica las páginas suficientes a describir la tragedia del Sha de Irán, Mohamed Reza Pahlevi, y la del iraquí Sadam Husein, deja fuera a protagonistas africanos que en la década de los sesenta encabezaron los movimientos indepen-dentistas -el argelino Houari Boumediéne o el sudafricano Nel-son Mándela, por citar dos casos connotados-, así como a los dictadores de esas tierras, como Idi Amin, Bokassa y los afrikáneres que instituyeron el oprobioso sistema de apartheid; a dirigentes del mundo árabe, como Muamar el Gadafi o el líder palestino Ya -ser Arafat; tampoco le merecen una sola línea los latinoamericanos Juan Domingo Perón, Evita, el general Juan Velasco Alvarado, Fidel Castro...

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