Diez días de febrero (primera parte)

El crimen y la traición

La novela pone en orden el caos de lo que indefiniblemente llamamos realidad, da coherencia a lo que por su naturaleza misma carece de ella. La primera de sus exigencias es la verosimilitud. El mundo tangible suele prescindir de este requisito.

Como dice Stanley Ross en su biografía de 'Madero, si algún novelista inventa un presidente que al enfrentarse a un golpe militar da el mando supremo de sus tropas a un general que es su peor enemigo y no tardará en traicionarlo y asesinarlo, usted suspende al instante su lectura y no vuelve a creer ni el autor ni en el libro.

Pero la vida no es ficción, la historia tampoco. Por motivos que un siglo después aún luchamos por dilucidar, Francisco I. Madero puso la cabeza bajo el hacha del verdugo. Abnegación, fatalismo o voluntad de martirio, su intento de reducir la violencia desencadenó una tempestad de sangre y fuego que se prolongó casi treinta años. Sus consecuencias llegan hasta nuestros no menos trágicos días.

Todo empezó en Tacubaya

Juan José Baz, el gobernador juarista del D.F., tiene un lugar indisputable en el reñido campeonato por la destrucción de la Ciudad de México. Uno de los grandes conventos destrozados por la piqueta de la Reforma, con la creencia de que así demolían el peso de la noche --los restos vigentes de la Colonia-- y de ese modo dejaban entrar el viento de la modernidad, fue el de San Diego en Tacubaya. Quedó sólo la iglesia que subsiste a orillas del Periférico. A su lado sigue en pie el cuartel construido en sus antiguos jardines. El 9 de febrero de 1913 San Diego fue el punto de partida de los diez días que permanecen en la memoria mexicana como la Decena Trágica.

De Tacubaya salieron al amanecer 300 dragones --es decir, soldados capaces de luchar a caballo y a pie-- a las órdenes del general Gregorio Ruiz. Iban a unirse con artilleros mandados por el general Manuel Mondragón. Al mismo tiempo, en Tlalpan se sublevaron los alumnos de la Escuela Militar de Aspirantes. Se apoderaron de los tranvías y marcharon sobre la capital.

Creyente en que la tecnología dejaba atrás los ejércitos tradicionales, Mondragón se presentaba a sí mismo como el gran artillero mexicano. Diseñó o perfeccionó sobre el modelo francés cañones y fusiles automáticos. Su obra maestra, la fortificación de Salina Cruz, resultó inútil ante la apertura del Canal de Panamá. En 1913 sus obsesiones eran derrocar a Madero, hacerse presidente y casar a su bellísima hija Carmen, a quien el Dr. Atl llamaría en 1920 Nahui Olin, con el cadete Manuel Rodríguez Lozano, pintor que trajo la desdicha tanto a...

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