Devastación moral por obra del Estado

AutorJavier Sicilia

-¿Café? -preguntó Calderón. Sicilia asintió. Al poco rato, el mismo oficinista que lo atendió al llegar entró con dos tazas de

-¿Y bien? -preguntó el presidente. Sicilia terminó de servirse el azúcar y, mientras se lamentaba de no poder fumar, levantó la vista y registró la mirada de Calderón: una mirada curiosa y a la vez inquisitiva. A pesar de todo lo que despreciaba su política y de que lo consideraba soberbio, esa forma del mal que nubla la inteligencia; aun cuando en Filipinas el rostro de los asesinos de Juan Francisco había tomado en su psique el suyo, no sentía en ese momento ninguna animadversión hacia él.

Tampoco experimentaba el nerviosismo que un encuentro de esa naturaleza debía suscitar.

-Tú sabes, Felipe -dijo por fin Sicilia, con la misma voz cavernosa y pausada que el presidente había escuchado hacía semanas del otro lado del auricular. Su tono no era alto sino bajo, como si hablara para sí mismo, como si leyera un poema en voz alta en la soledad de una habitación, y Calderón volvió a sentir algo de la atmósfera de su pesadilla: el hombre que le gritaba algo inaudible - que el próximo jueves, el 5 de mayo, iniciamos nuestra marcha hacia el zócalo, y he venido aquí, en primer lugar, para saber quién eres y para que tú sepas quién soy. En las luchas políticas a los adversarios suele demonizárseles. Afuera se dicen cosas horrendas de ti -yo mismo no te tengo en buena opinión - y sé que aquí adentro los duros de tu gabinete, de tu partido, y quienes creen agradarte, te han de contar cosas espantosas de mí. Quizá tú mismo no tengas una buena imagen mía y no quiero llegar hasta aquí cargando a cuestas a un demonio ni que tú esperes a otro. Eso no ayuda. He venido, en primer lugar, a que nos conozcamos -y se preguntó por qué había dicho dos veces en primer lugar: ¿había una segunda razón?

-Muy bien, cuéntame tu vida.

-Mi vida -concluyó - se dirigía hacia otro lado, hacia los fundamentos propios de una verdadera vida política y espiritual, y de la exploración del alma en ella. Todo eso se acabó, Felipe. Debo ahora enfrentarlo y vivirlo de otra manera. Ahora, cuéntame la tuya.

Calderón terminó de beber su café, apretó el botón de un timbre portátil y pidió otro. Dio de nuevo dos grandes tragos y, tocado por las evocaciones del hombre que tenía frente a sí, se sumergió en su pasado, en los recuerdos que nos hacen por momentos olvidar aquello en lo que nos hemos convertido, y comenzó a hablar de su infancia, de su casa en Morelia, Michoa-cán, de su padre, del que al final se distanció políticamente, de lo mucho que había influido en su vida y en su militancia política, de Margarita Zavala y sus tres hijos, de los largos años de lucha y sacrificios para romper la hegemonía del antiguo régimen, de lo duro y difícil que era ser presidente y de la religión por la que comenzaba a sentirse contrariado.

-Por cierto, ¿cómo está tu fe? -preguntó.

Sicilia no se asombró. La pregunta entraba en los terrenos que mejor conocía y que, a pesar de haberse vuelto nebulosos y vacilantes en él, no había dejado de recorrer cada día como un ciego. Se lamentó...

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