Derechos, ciudadanía y mujeres en Argentina

AutorJosefina Leonor Brown
CargoConsejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas, Argentina
Páginas111-125

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A modo de introducción

Pareciera que vivimos en un mundo en el que las diferencias explotan e implosionan por doquier y que eso es funcional para el capitalismo. Que las diferencias son no sólo permitidas sino toleradas, e incluso reclamadas como un imperativo del capitalismo multinacional, es un hecho evidente. Pero aun en el espacio global y bajo la hegemonía de la posmodernidad,1 no cualquier clase de diferencia es tolerada ni procesada por el sistema. Las que no encajan, las que escapan a las permitidas, se transforman en exclusiones y discriminaciones de distinto tipo bajo el paraguas de un aparente discurso de respeto y tolerancia. La justificación de la última guerra en Oriente por la paz y la democracia, da cuenta de que esta pretendida pluralidad está bastante restringida. El vale todo que se pregona no significa que valga para todos y todas.

En este artículo me centraré en el caso de la diferencia sexual, que al mismo tiempo que logra concitar un aumento de la sensibilidad social, enfrenta obstáculos y límites a su reconocimiento formal (sin mencionar el problema de las garantías reales2 del ejercicio de esos derechos).

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El signo de los tiempos: las encrucijadas

Desde el punto de vista de la ciudadanía, cuyo debate se ha visto revitalizado en los últimos tiempos, tanto en el ámbito académico y teórico como en el político-social, el tema de las diferencias y las desigualdades aparece recurrentemente desde múltiples perspectivas teórico-ideológicas.

En el caso particular de la ciudadanía de las mujeres, el asunto se presenta tensado por una doble encrucijada. Por un lado, desde el punto de vista de la disyuntiva igualdad-desigualdades sociales, asistimos al reconocimiento de derechos formales para este colectivo3 como en ningún otro periodo de la historia, al mismo tiempo que se produce el desfondamiento de las garantías reales para el ejercicio de esos derechos en el marco de la imposición de políticas de neto corte neoliberal. Por otro, y mirado desde el dilema igualdad-diferencia, aun en el marco de conquista de derechos, el asunto no es fácil de dirimir.

El debate es complejo y sus aristas innumerables. En otros trabajos4 he insistido acerca de lo que se podría sintetizar, siguiendo a Fraser,5 en la confrontación entre políticas de justicia y políticas de reconocimiento. No basta, desde mi perspectiva, con políticas de reconocimiento, sino que en el mismo movimiento es necesario contar con políticas de re-distribución que permitan a los/as ciudadanos/as vivir en una sociedad de iguales y compartir una cultura común, parafraseando a Marshall.6 Aquí, sin embargo, me detendré especialmente en el análisis de los límites que existen, aun cuando se trata de incluir el tema de la diferencia dentro del marco abstracto de la ley, como espacio de visibilidad y reconocimiento en los regímenes políticos modernos, sin atender al tema de las desigualdades, que será objeto de otro trabajo.

En este sentido, centraré el análisis en la hipótesis de que el límite a la tolerancia de la diferencia sexual estaría dado por los umbrales de tolerancia del patriarcado;7 éstos fijan las fronteras dentro de las cuales es posible consensuar; vale decir, establecer ciertos acuerdos. Dicho índice estará dado por el grado de avance legal-real, en torno de los derechos sexuales y (no) reproductivos. Así, el punto en el que se anuda la ciudadanía a la diferencia sexual puede serPage 113 considerado como una suerte de parámetro del grado de ciudadanización de las mujeres, en este caso, en Argentina.

Mujeres y ciudadanía: algunas consideraciones históricas

La figura del ciudadano como un sujeto portador de derechos nace al fragor de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. El orden político moderno se constituye sobre las ruinas del antiguo régimen, como resultado de la lucha contra la costumbre y la tradición. Cuestionando el régimen estamental precedente, emerge el individuo como un sujeto portador de derechos y la igualdad jurídica se yergue como el principio rector que destrona las desigualdades naturales. Ilustración, Revolución industrial, revoluciones burguesas. Todo se conjuga. El nuevo régimen político se alza victorioso.

El contrato social, fundamento legitimador de los regímenes políticos modernos, supone la voluntad de individuos libres e iguales que consienten en limitar su libertad a través del establecimiento de un orden jurídico general y universal y de cierto modo de ejercicio de la autoridad.

¿Universalidad? La restricción a la idea de aplicación universal del marco legal normativo y del supuesto de igualdad y libertad entonces proclamado, es sabida. Aquella igualdad pretendidamente universal se acotó en función de, por lo menos, el sexo, la propiedad y la educación. Los iguales y con derecho a contratar en el momento fundacional fueron varones, blancos, burgueses e ilustrados.

Hay aquí, por lo menos, dos exclusiones evidentes cuyos ecos resuenan de actualidad: los varones no propietarios y las mujeres. Clase y género, dos variables que en los estados capitalistas entonces incipientes estarán constantemente presentes, delimitando el ejercicio del poder para los distintos grupos sociales.

Una digresión: más allá del capitalismo, el patriarcado

Permítanme en este punto una pequeña digresión. Si bien clase y género son dos formas de ejercicio del poder y dominación presentes en los estados capitalistas, conviene hacer algunas salvedades y aclaraciones.

Aunque la opresión de la mujer es funcional para el capitalismo, la dominación sexual no va pareja con la dominación de clase ni es una contradicción secundaria, como ha solido pensarse dentro del marxismo. Sostengo con Koschüzke que “el problema de la mujer no tiene su origen ni en la economía ni en la lucha de clases, sino que es un problema de dominación, que aparecePage 114 como un problema previo y separado del modo de producción capitalista. Este fenómeno es el patriarcado, como sistema sexo-género, que supone la dominación de la mujer por el hombre”.8

De aquí que haga algunas salvedades respecto de aquel ya viejo y difundido concepto de que el poder es, al menos en primera instancia, una relación de clases. Si bien aún existen discrepancias y discusiones en el seno del marxismo, es posible convenir en que clase y género son dos contradicciones distintas que corren por caminos entrecruzados en ocasiones, pero no paralelos. Para decirlo sintéticamente: la liberación de la clase subalterna no supone necesariamente, ni en el mismo movimiento, la liberación de las mujeres.

Comparto la perspectiva de Fraser sobre este punto: por un lado, se trata de una diferencia, en este caso sexual: varones y mujeres; y, por el otro, de desigualdades sociales, la clase. Esto último afecta igualmente a varones y mujeres, pero no del mismo modo. Por eso, dice Fraser, no basta con políticas de distribución; la ideología patriarcal sigue operando en asimetría para varones y mujeres. Hacen falta también políticas de reconocimiento de la diferencia sexual, aunque éstas sin las de justicia o distribución para hacer efectivos los derechos reconocidos se conviertan en retórica vacía.9

Como aquí me detendré en las políticas de reconocimiento, vale decir en aquellas que afectan la inclusión en el espacio público y normativo de la diferencia sexual, conviene decir unas palabras sobre el patriarcado.

Al tipo de sociedad en el que el poder-saber-tener se halla en manos de los varones se le denomina patriarcal. El término sociedad patriarcal se aplica a una sociedad pensada por y para hombres. Este tipo de sociedad supone formas consolidadas de vida familiar y social basadas en un sistema estructural y cultural de dominación, en el que es el varón quien detenta este poder en todos los ámbitos sociales: familia, Estado, Iglesia, etcétera.

La categoría patriarcado acuñada por las feministas da cuenta del control que los varones ejercen sobre el conjunto de la reproducción humana. Esto implica no sólo la sexualidad, que a través de complejos dispositivos de poder establecen determinadas relaciones de parentesco, sino también “...la totalidad de las relaciones de reproducción social, por medio de las cuales se reproducen dentro de un modo de producción determinado las relaciones de sujeciónsubordinación del género femenino”.10

Fin de la digresión.

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La inclusión-excluyente

Volviendo al contrato, los términos de la exclusión estuvieron dados, justamente, a partir de la inferiorización de aquellos que por diferentes características —etnia, clase, edad o género, por nombrar sólo algunas— fueran considerados como menores de edad. Sin embargo, esta exclusión no fue total. Más bien fue una inclusión-excluyente. La inclusión se realizó mediante la coacción para someterlos/as al orden que el contrato establecía bajo la figura del tutelaje, su contracara.11 Conviene aquí recordar que esta coacción ya no será ejercida directamente como en los regímenes premodernos, sino bajo la apariencia de la libre aceptación.

La inclusión-excluyente para quienes se ven como los/as otros/as, estuvo presente desde el inicio. En el caso de las mujeres, su no inclusión estuvo relacionada con la asociación de éstas a la naturaleza por oposición al mundo de la cultura, privilegio exclusivo de los varones. Una cultura, cabe aclarar, en la que tendrá preeminencia el concepto ilustrado de razón, del que eran portadores los varones y del que carecían las mujeres.12

Al decir de Celia Amorós,

[...] en la...

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