Clarence Darrow: un activista con la ley en la mano

AutorGerardo Laveaga
Páginas18-20
18 El Mundo del Abogado / Noviembre 2014
Gerardo Laveaga
GRANDES ABOGADOS DE LA HISTORIA
Mi primer encuentro con Clarence
Darrow fue durante la repre-
sentación que hizo la Compañía
Nacional de Teatro de Heredarás el viento
(Ciudad de México, 1978). Yo cursaba en-
tonces la preparatoria y quedé gratamente
impresionado no sólo por la historia sino
por aquel litigante bravucón que, en la
pieza teatral, encarnaba Augusto Benedico.
“¿Esto significa ser abogado?”, pensé. La
idea me cautivó.
Darrow —que en la pieza teatral lleva
el nombre de Drummond para permitir
licencias literarias al autor— había acepta-
do defender a un maestro de secundaria,
acusado de enseñar a sus alumnos la
teoría de Darwin. El auténtico juicio se
llevó al cabo en 1925 y, luego de sortear
un sinnúmero de dificultades, entre las
que se contaba la simpatía del juez John
Raulston por el fiscal William Jennings
Bryan, el profesor fue condenado a pagar
una multa.
Aunque, en términos técnicos, se
había perdido el caso, las contradiccio-
nes en las que el defensor hizo incurrir
a Jennings Bryan y las irregularidades
del proceso —que más tarde tuvo que
ser revocado por el Tribunal Superior de
Tennessee—, hicieron triunfar la causa de
Darwin… y la de Darrow. Muchas veces,
durante su vida profesional, este hombre
ganó perdiendo.
La obra de teatro me llevó a la pelí-
cula lnherit the Wind (1960), en la que
Spencer Tracy hace el papel de Darrow,
y la película, a su vez, me dio pie para
averiguar más sobre quien, en palabras
de Darien McWhirter, “fue un abogado
radical en los tiempos en que Estados
Unidos necesitaba, de modo apremiante,
un abogado radical”.
¿Cuál fue el principal atractivo que
hallé en Darrow? Sin duda, el hecho de
que fuera un estudioso de las normas
que sustentaban al sistema y, a la vez,
un luchador comprometido a combatir
las injusticias. Darrow era un activista,
sí, pero que no vociferaba ni ponía en
entredicho la ley: jugaba con las mismas
reglas y en la misma cancha de quienes
se empeñaban en mantener el statu quo.
No tengo nada contra quienes organizan
marchas de protesta pacíficas y, de hecho,
Clarence Darrow:
un activista con la ley
en la mano
Ahora que en México está a punto de echarse a andar el
sistema penal acusatorio y que comenzarán a privilegiar-
se los resultados sobre la retórica, vale la pena recordar
a uno de los más aguerridos defensores de los derechos
humanos ante los tribunales.
Para Carlos Castresana
admiro a muchos de ellos, pero, como yo
mismo soy abogado, me identifico más
con Darrow que con aquellos que actúan
al margen de la legalidad.
Clarence Seward Darrow nació en
Kinsman, Ohio, en 1857, el mismo año
en que México estrenó una Constitución
liberal. Fue hijo de un abolicionista y de
una promotora del voto femenino, lo cual
explica, de algún modo, su inconformidad
con el establishment. Se graduó en la Law
School de la Universidad de Michigan,
litigó en Andover, un pequeño pueblo de
Ohio, y, en cuanto fue admitido en la barra
de su estado, se mudó con su mujer y su
hijo a Chicago.
En esta ciudad se involucró en algunos
círculos políticos de corte liberal. Su amis-
tad con algunos de ellos le ayudó a abrirse
paso como litigante. Más tarde, aceptó
trabajar en la Chicago and Northwestern
Railway, compañía de la que se convirtió
apoderado legal. Aquí confirmó su vocación
que, desde luego, no era defender los inte-
reses de los accionistas de los ferrocarriles.
El descubrimiento lo llevó a renunciar a
su cargo, para convertirse en representante
de los dirigentes sindicales de la compañía,
que habían sido arrestados por promover
la huelga de 1894. Si bien fue derrotado
en aquella aventura judicial —ganó un
pleito pero perdió el que mantuvo a sus
clientes en la cárcel—, desde ese momento
se posicionó como un temerario abogado
sindicalista: la voz que, desde la trinchera
jurídica, exigía a los jueces que hicieran
valer los derechos de los obreros a través
de juicios justos.
El sindicalismo se hallaba en proceso
de consolidación y Darrow creía que era
algo por lo que valía la pena arriesgarse.
Esto, no hay que decirlo, lo confrontó
con las grandes compañías, las cuales lo
veían como un obstáculo al que había que
eliminar. Estaban pendientes de cada una
de sus palabras, de cada uno de sus pasos,
y esperaban impacientes la oportunidad de
sorprenderlo en un error. Cada vez que un
Twitter: @GLaveaga

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