Participación ciudadana y diversidad cultural: la comisión Bouchard-Taylor

AutorJosé María Sauca Cano/María Isabel Wences Simon
CargoProfesor Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad Carlos III de Madrid/Profesora del Área de Ciencia Política de la Universidad Carlos III de Madrid
Páginas9-37

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Participación y reconocimiento: a modo de introducción

Uno de los grandes retos que afrontan las democracias occidentales en las que dos o más culturas cohabitan en un espacio común y comparten las mismas instituciones es el de gestionar la diversidad y armonizar las diferencias. La manera en que las distintas naciones abordan este complejo reto varía considerablemente, y aunque todavía, en gran parte de los casos, son el gobierno, los representantes políticos y los expertos Volumen 5, número 10, abril, 2009, pp. 9-37

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los que toman la decisión sobre cuáles deben ser las instituciones, reglas y políticas en materia de inmigración y convivencia entre culturas, no cabe duda de que poco a poco el poder político se ha visto obligado a escuchar y tomar en cuenta la opinión de la ciudadanía (la de acogida y la de llegada).

Es ya lugar común señalar que, si bien las formas clásicas de la representación política sobreviven, su legitimidad se encuentra erosionada y su eficacia languidece. Este debilitamiento de las estructuras tradicionales de la democracia representativa no anuncia, de ninguna manera, el desfallecimiento de la democracia; por el contrario, los ciudadanos multiplican y diversifican, como nunca antes en la historia contemporánea, su presencia pública. El discurso generalizado en torno a la crisis de la representación y de la fractura entre representantes y ciudadanos viene a justificar el reforzamiento de la participación ciudadana en las discusiones y decisiones políticas. En muchas sociedades donde la democracia representativa se complacía con un pueblo que durante largos intervalos de tiempo se mantenía en silencio y sólo hacía escuchar su voz en los periodos electorales, confiando a los electos y a los técnicos el arte de gobernar, los ciudadanos están poco a poco dejando de aceptar calladamente que otros decidan por ellos (Przeworski, Stokes, y Manin, 1999). Las democracias meramente representativas se han ido paulatinamente transformando en la medida en que la ciudadanía reivindica una profundización en prácticas de autogobierno; en que asume nuevas responsabilidades que se manifiestan en la vigilancia continua a los cargos públicos y en el desarrollo de la crítica, y en que pretende hacerse escuchar mediante foros, encuentros, sondeos, consultas, exigencia de rendición de cuentas y participación en la toma de decisiones.

La idea de una inapelable consolidación de la participación de los ciudadanos en la toma y control de las decisiones gana terreno todos los días en las democracias occidentales; en el campo de las prácticas políticas los instrumentos que pretenden dar cuerpo a este imperativo participativo se multiplican y en muchas sociedades se extienden a todas las escalas del gobierno (Blondiaux, 2008). Un ámbito en el que este fenómeno está adquiriendo una relevancia indiscutible viene constituido por la gestión de las demandas de múltiples minorías

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de carácter cultural, relativas al respeto de sus singularidades, expresándose aquéllas mediante la exigencia de un derecho al reconocimiento. La fórmula de una mera tolerancia con el diferente va perdiendo terreno en favor de un debate público en el que se adoptan decisiones relativas a políticas activas de reconocimiento de las minorías y de su adecuación con los grupos sociales mayoritarios (Seymour, 2008: 58-104). Es dentro de esta lógica, aunque sin obviar una serie de intereses políticos coyunturales, que Jean Charest, primer ministro de Quebec, crea en febrero de 2007 una Comisión encargada de consultar a la ciudadanía sobre las prácticas de acomodamiento razonable asociadas a diferencias culturales.1 Los trabajos de esta Comisión, en particular la extensa consulta ciudadana realizada en la segunda mitad del 2007, dieron lugar a un intenso ejercicio participativo y deliberativo sin precedentes en la historia de esta nación y sus efectos han marcado profundamente su vida política y social. Esta consideración es especialmente significativa si tomamos en cuenta que la nación quebequense es pionera no sólo en prácticas de consulta ciudadana,2 sino también en la investigación de los elementos constitutivos de la diversidad cultural;3 una diversidad

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que se compone de una mayoría francófona, una minoría anglófona, diez naciones amerindias y la nación inuit, así como los 45 mil inmigrantes que llegan cada año, que hablan 150 lenguas, que provienen de 180 países, que practican 200 religiones y que pertenecen a 120 grupos étnicos (Piché y Laroche, 2007).

Evidentemente, en el debate que, desde la consulta realizada durante el otoño del 2007, circula en los ámbitos político, académico, mediático y coloquial no han estado exentos de controversia temas tales como los acomodamientos razonables, la laicidad, el modelo de integración de los inmigrantes, las relaciones interculturales, la neutralidad estatal y la identidad; más aún, no debe soslayarse que la controversia ha alcanzado incluso a la propia decisión del gobierno de crear la Comisión y a la forma en qué se desarrollaron los trabajos de la consulta (Heinrich y Dufour, 2008). Sin embargo, ello dista bastante de ser un obstáculo en la consideración de que involucrar a los ciudadanos en la búsqueda y adopción de mecanismos y políticas de armonización intercultural es lo que permite la construcción y/o consolidación de un escenario cívico común favorecedor del entendimiento entre culturas. Aun cuando las prácticas participativas se acompañan de contradicciones que continuamente producen consecuencias no intencionadas ni esperadas, estamos convencidos de que esta experiencia empírica, a la vez participativa y deliberativa, fortalece la presencia de la virtud cívica en el espacio público.

Democracia participativa e institucionalización de la consulta ciudadana

Las prácticas encaminadas a la toma de decisiones políticas en las democracias occidentales se han visto profundamente transformadas en los últimos años. Gran parte de este cambio se debe, por un lado, al

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acento puesto en la formación de una ciudadanía activa e informada y, por el otro, al creciente valor que se otorga a una serie de dispositivos tales como la discusión, el debate, la concertación, la consulta y la colaboración. En estos nuevos procedimientos de organización y de toma de decisiones la participación ciudadana es central. Es una tendencia que se presenta como una puerta de salida ante la crisis de la democracia representativa caracterizada por la desafección política, los bajos niveles de participación electoral y la desinformación generalizada de gran parte de la población, unida a la percepción de que una elite toma las decisiones políticas y que éstas sólo convienen a sus intereses. Así, sin negar la centralidad de algunas de las instituciones actuales de la democracia representativa, se pretende implicar en la esfera de la acción pública a una gama más amplia de actores.

Este proceso se acompaña en el mundo académico de la sistematización y difusión de modelos normativos y explicativos que han dado lugar a una ingente literatura. Haciendo un apretado resumen podemos recordar que los primeros teóricos de la democracia participativa, Carole Pateman (1970), C.B. Macpherson (1977) o Benjamín Barber (1984) en el contexto canadiense y estadounidense de los años 1970-1980, fundamentan sus propuestas teóricas sobre una crítica a la democracia liberal representativa a la que acusan de fomentar individuos poco o nada interesados en los asuntos públicos y cuyas preferencias se centran exclusivamente en la defensa de sus propios intereses, todo lo cual conduce a la apatía política de la gran mayoría y ayuda a conservar el orden existente. Para contrarrestar esta propensión, comienza a desplegarse una serie de argumentos que buscan justificar la importancia de la formación de un público activo capaz de encontrar por sí mismo solución a sus problemas.

Desde entonces, el ideal participativo ha sido recogido, enarbolado y, en ocasiones, reformulado por distintos pensadores que otorgan una gran importancia al fortalecimiento del espacio público mediante la implicación del máximo posible de personas en las actividades participativas. Entre estas recientes formulaciones del ideal participativo, cobran especial relevancia las construidas en torno al concepto de democracia deliberativa. Jürgen Habermas y John Rawls se constituirán en la fuente de inspiración del ideal deliberativo, según el cual en

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democracia la legitimidad y la racionalidad de las decisiones colectivas reposan sobre un proceso de deliberación colectiva, conducida racionalmente por individuos libres e iguales (Benhabib, 1996). La propuesta ha ido paulatinamente extendiéndose y hoy en día cuenta con una gran aceptación, al grado de que algunos autores consideran que estamos ante un "giro deliberativo" (Chambers, 2003: 307).

El modelo de democracia deliberativa emerge de la convicción de que la concepción agregativa de la democracia es inadecuada. Sus partidarios defienden la idea de que la teoría liberal de la democracia es incapaz de legitimar adecuadamente la toma de decisiones políticas. Señalan que es necesario un cambio de la concepción tradicional de la legitimidad, cuyo fundamento se reduce a la agregación de preferencias individuales, para que no dependa únicamente de la autoridad que toma la decisión, sino también de la forma en que se adopta esa decisión. Para los partidarios de la democracia deliberativa, es necesario que la...

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