Chile: indígenas y mestizos negados

AutorGilda Waldman Mitnick
CargoUniversidad Nacional Autónoma de México
Páginas97-110

Page 97

El iceberg como símbolo de identidad

En 1999 el escritor chileno Ariel Dorfman publicaba su novela La nana y el iceberg,1 en la cual narraba cómo y por qué el gobierno de su país había decidido que fuera un iceberg el símbolo que representase a Chile en la Exposición Mundial de Sevilla en 1992. De manera paralela, Dorfman relataba la historia de la “nana” del protagonista, símbolo de la tradición indígena y su sabiduría. El escritor contraponía, así, de manera metafórica, una de las más importantes tensiones que han atravesado la historia chilena a lo largo de cinco siglos. Por una parte, la prevalencia de lo blanco (“blanquitud”) como hito fundacional de la historia nacional. Por la otra, la fuerza de la presencia indígena en el país. Aparentemente se trataría de dos realidades poco relacionadas entre sí, pero que en el recorrido literario-épico que realiza Dorfman por la historia chilena se aproximan a una de las interrogantes más candentes de su historia social y política: el tema de la identidad nacional.

No es casual que haya sido un iceberg —llevado desde los mares del océano Atlántico hasta las costas de España— la figura que representó a Chile en la Exposición de Sevilla en 1992. En el entorno del optimismo modernizante cimentado en los triunfos económicos de la década de los ochenta, el iceberg mostraba una imagen de Chile como un país en tránsito a la democracia, efi-Page 98ciente, calculador e imaginativo al estilo europeo y, por lo tanto, muy diferente al tropicalismo del resto de la región. El simbolismo del iceberg, en su frialdad, representaba para el gobierno de la reapertura democrática una condición natural y virginal, lo cual “dejaba en claro el corte histórico con el pasado que pretendió trazar el Chile de la Transición con el pasado utópico-revolucionario del latinoamericanismo de los sesenta y con el pasado traumático de la dictadura militar”.2 Pero la blanca imagen del iceberg en la Feria de Sevilla en 1992, referida implícitamente al (supuesto) presente y (anhelado) futuro del país, anulaba no sólo toda referencia a la presencia de casi un millón de indígenas en Chile —fundamentalmente de origen mapuche—,3 sino que reforzaba una negación más: la del mestizaje, lo que evidenciaba el carácter intolerante y prejuicioso de la sociedad chilena y fortalecia uno de los principios sustantivos de una concepción (ahistórica) de la identidad nacional: la homogeneidad racial y cultural de la población.

Ciertamente, los estudios en el campo de la antropología y la sociología han dejado en claro que las identidades colectivas no sólo constituyen construcciones históricamente configuradas, sino que son también el resultado de un entretejido de experiencias, símbolos, metáforas y mitos capaces de crear una “narrativa” que proporcione a cierto grupo una historia y un horizonte compartidos. En el caso chileno, la construcción de esta “narrativa” en torno a la identidad nacional se ha sustentado en una mitología de origen: el predominio de lo “blanco” sobre lo “no blanco”, mitología que, desde la exclusión de lo indígena y la negación del mestizaje, se tradujo en un racismo encubierto, latente, disfrazado y ubicuo, presente en todos los niveles de la sociedad y que acompaña permanentemente a la estratificación social.4

Una historia peculiar: mapuches, sociedad y Estado nacional

Si bien Chile comparte con el resto de los países latinoamericanos una identidad común derivada del hecho de haber sido reconocidos como “Otros” por los europeos, su particular desarrollo histórico le ha impreso una “impronta” propia cuyas consecuencias se extienden, sutil y subrepticiamente, hasta el día de hoy.Page 99 Chile no sólo no fue cuna de una civilización indígena comparable a la de México, Perú, Ecuador o Guatemala, sino que la obstinada reticencia de los indígenas mapuches de la Araucanía5 a someterse a una dominación ajena —primero española y más tarde republicana— se tradujo en el alejamiento, tanto simbólico como real, de todo lo “indígena” por parte de la sociedad chilena en formación. A lo largo de más de tres siglos, la hostilidad y el conflicto con el “Otro” mapuche —manifestados en los permanentes combates sostenidos incluso instaurada ya la República independiente—6 configuraron la construcción identitaria de la sociedad chilena basada en la contraposición entre “lo blanco” y “lo no blanco”, sin reconocer al pueblo aborigen que vivía en su interior.

Durante la Colonia, el mito del “indio” indómito creado por Alonso de Ercilla en su poema épico La Araucana —libro fundacional de Chile en tanto epopeya que cantaba a un pueblo guerrero e indomable— sirvió para justificar la guerra y exigir recursos para mantener al ejército. Más tarde, las luchas independentistas contra España a principios del siglo XIX apelaron a la fiereza, orgullo y dignidad de los habitantes originales del país, presentando al indígena, en su lucha contra el invasor español, como un claro defensor de la libertad y los valores de la nueva chilenidad. Una vez alcanzada la Independencia, la República independiente, con su legislación imbuida de espíritu liberal, otorgó la ciudadanía al mapuche con todos los derechos y garantías que ello significaba, reconociendo al mismo tiempo la raigambre indígena de la sociedad chilena. Sin embargo, el derecho de ciudadanía no pudo ser ejercido al sur del río Bío Bío, donde los mapuches se mantuvieron independientes del Estado chileno y luchando contra él hasta casi finalizar el siglo XIX.7 Esta situación de permanente combate que mantenía el ejército en el sur del país reforzó la construcción identitaria de la sociedad chilena, basada en la contraposición entre lo “blanco” y lo “no blanco”. La violenta resistencia indígena se tradujo, paulatinamente, en su exclusión de un proyecto nacional sustentado en ideas, aspiraciones y valores liberales, los cuales moldearon y permearon todos los niveles de la sociedad chilena, y dio a ésta sustento en estructuras tradicionales y excluyentes. Las formas republicanas de gobierno y el laicismo racionalista, inspirados en el modelo enciclopedista europeo, se extendieron política e intelectualmente de manera hegemónica en toda la sociedad chilena, al tiempo que la sociedad consolidaba su autorreconocimiento como monolítica, criolla, cristiana, occidental y racialmente homogénea.8 La continuada y violenta resistencia indígena en el surPage 100 del país, ligada al afincamiento de la conciencia liberal en una élite de historiadores e intelectuales liberales marcados por el positivismo y el evolucionismo europeo de mediados del siglo XIX, reforzó la oposición entre lo “blanco” y lo “no blanco” mediante la oposición entre “civilización o barbarie”. El discurso criollo, sustento de la identidad nacional, se construyó ya no a partir de una visión positiva del guerrero araucano, sino a partir de una visión del indígena como alguien flojo, borracho, sensual, apegado a la naturaleza y carente de un sistema religioso estructurado. El proceso de construcción de la identidad nacional se realizó, así, desde un ideario político, científico y académico en el cual se asociaba a Europa con connotaciones raciales de superioridad. Si bien el indígena era ensalzado como héroe mítico, la (permanente) resistencia indígena en el sur del país reforzaba la oposición entre “lo blanco” y “no blanco”, es decir, entre el hombre de rostro oscuro y piernas cortas, en contraposición con el blanco y civilizado. El término “indio” quedaba reservado, ciertamente, a los hombres y mujeres de la Araucanía, pero denotaba, al mismo tiempo, rasgos caracterológicos como violencia, pobreza, rebeldía, carencia de historia, etcétera.

En el imaginario político-social de mediados del siglo XIX, profundamente marcado por el liberalismo, la Araucanía era un espacio supuestamente desocupado, en el que habitaba una población exigua, pálida remembranza de los antiguos guerreros del tiempo glorioso de la Conquista que resistieron sin tregua a los españoles, y a los que era pertinente “civilizar” y educar para integrarlos rápida y pacíficamente al pueblo chileno.9 Este discurso sirvió como base ideológica justificatoria para que el ejército chileno, hacia fines del siglo XIX, “pacificara la Araucanía”, es decir, se hiciera cargo de la frontera al sur del río Bío-Bío a fin de alentar el desarrollo nacional a través de una inmigración interesada en poblar el territorio y cultivar las tierras. A diferencia del “civilizado Santiago”, el sur no sólo representaba el peligro y la aventura, sino también una tierra de promisión, un espacio vacío que había que llenar y explotar. Pero detrás de este discurso ideológico había otro proceso: el de construcción del Estado nacional, el cual supone la existencia de territorio, pobladores, normas jurídicas, y un aparato burocrático y militar. Para el Estado chileno en formación, era importante demostrar capacidad de control sobre la tierra y los pobladores de la Araucanía, así como establecer normas jurídicas válidas para todos los habitantes del país mediante un ordenamiento jurídico y una burocracia estatal. El proceso de construcción del Estado implicó, por tanto, sentar soberanía sobre el territorio araucano a fin de incorporar a sus habitantes al proyecto nacional —eliminando las diferencias para ponerlas bajo el control de una cultura nacional chilena al estilo del modelo europeo— extendiendo hacia ellos los instrumentos jurídico-legales y asumiendo que la educación sería el principalPage 101 mecanismo de su transformación en ciudadanos.10 En este dispositivo de exclusión coincidieron tanto las élites liberales y conservadoras de la sociedad chilena al converger en su mirada al mapuche como un bárbaro salvaje y peligroso que debía diluirse en el sistema económico, educativo...

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