La casa de los milagros

AutorSamuel Máynez Champion

La confortable mansión da fe de la voluntad con que el maestro ha desempeñado su labor y de la eficacia de sus métodos de enseñanza. Una palmera colosal se yergue sobre la glorieta donde se estacionan las visitas. En el porche frontal pueden observarse artesanías que delatan la procedencia de los moradores. Varias mecedoras se alternan a coloridas hamacas. Ollas de barro negro rebosantes de flores se apoyan en los barandales. Una placa de Talavera nos dice: Sea usted bienvenido. Entrando al amplio vestíbulo, la vista es atrapada por una colección de sarapes y rebozos clavados a las paredes. El amor patrio se conjuga con la nostalgia de un pasado renuente a desterrarse. Atenta y presurosa, la servidumbre ofrece agua de tamarindo a los diferidos visitantes que han de disponerse en una abigarrada sillería en espera de su lección de música. A la derecha, presidido el marco de la puerta por una bandera con un obsoleto escudo nacional, se accede a la sala donde se cocinan los éxitos que han traído la prosperidad. En la iluminada habitación penden retratos de celebridades con esmeradas dedicatorias; estrellas de cine y políticos en su mayoría.

Un óleo del gran Caruso confirma el sesgo de la frenética actividad que aquí se realiza.(1) En este recinto, considerado por sus dueños como un pabellón mexicano que asila a expatriados en desgracia, se han formado, esculpido y saneado las voces que reclaman los teatros de ópera. Por estos muros han desfilado divas hechas añicos, barítonos desahuciados, tenores con vibratos capretinos que nadie tolera, y una miríada de amantes del bel canto ansiosos por darle a sus emanaciones canoras la promesa de alguna ovación furtiva.

Como podemos adivinar, el instrumento que reina en la melodiosa residencia es un piano de cola, donde Clarita acompaña el repertorio obligado y las infinitas vocalizaciones que resuenan a lo largo de la jornada. Escuchamos que no hay tregua para el maestro y su señora. Se levantan con el despuntar del alba, y apenas despachan un copioso desayuno -muy a la mexicana- comienzan a dar clases con el brío de los iniciados. Las sesiones cotidianas que realiza la pareja median entre 12 y 14 horas, prácticamente ininterrumpidas. Sólo hay pausas breves, entre clase y clase, que el maestro se concede para dar unas vueltas con paso veloz alrededor del jardín.

El primer discípulo con quien intercambiamos saludos nos refiere que ha venido desde Nueva York atraído por la milagrosa técnica que nuestro...

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