Cartier-Bresson en el Pompidou: fotógrafo y dibujante

AutorRafael Vargas

I

Lo dijo varias veces en entrevistas con la prensa y la radio -"Fotografiar es alinear el ojo, el espíritu y el corazón"-, y lo fijó de su propio puño, en 1976, con una ligera variante: "Fotografiar es alinear la mente, el ojo y el corazón". Sus palabras tenían siempre un mismo y único sentido: fotografiar es un acto creativo que exige invertirse a fondo, que involucra todo el ser. Ética y estética del arte fotográfico expresadas con unas cuantas palabras, válidas, en realidad, para todas las artes, para todos los campos de la vida. Quien desea hacer algo, sea lo que sea, tiene que estar por entero allí.

En el caso de la fotografía, de acuerdo con sus ideas, ese involucramiento es la condición indispensable "para darle sentido a lo que se recorta a través del visor".

La obra fotográfica de Henri Cartier-Bresson es tan vasta y tan plena de sentido que más de una vez se le ha considerado, entre tantos fotógrafos extraordinarios, como producto del pasado siglo, como elfotógrafo, o "el ojo del siglo" —frase feliz que su biógrafo, Pierre Assouline, empleó para titular el volumen de cuatrocientas y tantas páginas que, a pesar de algunos defectos importantes que han señalado los conocedores de Cartier-Bresson (por ejemplo, velar su clara militancia comunista desde su juventud hasta la mitad de su vida), es una gran fuente de información. Es tan vasta, que en realidad se le conoce mal, incluso en la propia Francia, donde su autor es visto no sólo como un fotógrafo sino como una figura cultural de dimensiones legendarias. "El fotógrafo del instante decisivo", se suele añadir apenas se pronuncia su nombre, y junto con la frase acuden a la men-te dos o tres imágenes excepcionales que desde hace mucho forman parte del imaginario de quien se haya interesado siquiera un poco por la fotografía, sea como arte o como medio noticioso. Allí estará siempre, detenido una fracción de segundo antes de quebrar con el talón el terso espejo del agua, el cuarentón saltarín que busca su camino entre los grandes charcos a espaldas de la estación de tren Saint-Lazare; y desde lo alto de la escalera en que nos sitúa la imagen podemos ver pasar allá abajo, sin que acabe de pasar nunca, al ciclista que desciende por una estrecha calle adoquinada del pequeño pueblo de Hyéres.

Son imágenes prodigiosas, que no podrían lograrse si se planearan. Ambas datan de 1932, cuando Cartier-Bresson tenía 24 años. Fueron posibles porque, como escribió quien fuera uno de sus grandes...

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