Carlos Fuentes/ Mi cena con Trudeau

AutorCarlos Fuentes

En 1990 el Massey College de Toronto me invitó a una discusión con el gran novelista canadiense Robertson Davies. El tema: "¿Existe una cultura común de Norteamérica?". El subtexto: "¿Cómo ser canadiense, cómo ser mexicano y vivir junto a los Estados Unidos?".

Robertson Davies dio voz al muy extendido temor canadiense de que su poderoso vecino del sur imponga cultura, valores (o falta de los mismos), absorbiendo o desnaturalizando la identidad de Canadá. Yo no tuve tales reparos. Por muy fuerte que sea el poderío de nuestro vecino del norte, y quizás en parte gracias a ello, los mexicanos hemos afirmado (a veces exageradamente: "Como México no hay dos", etc.) nuestra identidad. Es más: la hemos exportado a los mismísimos EU. Los "gringos" ejercen una influencia no sólo sobre México, sino mundial, que tiene muchos antecedentes en muchas épocas. Pensemos en la influencia de Roma sobre el área mediterránea durante siete siglos. Ello no privó a Alejandría, por ejemplo, de su fuerte personalidad cultural. Y en el Siglo 19, todo el mundo quería seguir la moda, los gustos y hasta los vicios de los franceses...

Cuestión de modas, aunque también de fecundo encuentro cultural. De Francia, lo importante no eran las boneterías sino los novelistas y los poetas. De los EU, lo importante no son los McDonald's y los blue jeans, sino Faulkner y Louis Armstrong. Hay, pues, una influencia superficial y otra profunda. Siempre ha sido así. La influencia mexicana en los EU, no sólo profunda, sino cada vez más extensa, va más allá de la moda. Significa familia, religión, música, cocina y lengua: treinta y cinco millones de hispanoparlantes en los EU. ¿Cuántos angloparlantes en México?

De todos modos, los canadienses no dejaron de cuestionarse y de cuestionarnos. ¿Cómo era posible que un país fuerte, democrático y rico como Canadá temiese más a los EU que un país débil, autoritario y pobre como México?

Presidía la sesión Pierre Elliott Trudeau. Primer Ministro de Canadá durante dieciséis años, condujo el debate con gran serenidad, mucho humor y una pizca de ironía. Conocía al mundo y aunque no estaba hechizado como en el poema de Quevedo, nada le asombraba, pero todo le interesaba. Me tocó cenar a su lado esa noche. Hablamos en español, lengua que Trudeau conocía a la perfección. Pudimos hacerlo en griego o latín, otras dos lenguas que nada tenían de muertas para una mente tan viva como la de Trudeau. Su conocimiento de las lenguas era, acaso, la base de su...

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