El campo y los campesinos hoy. Constataciones, explicaciones y debates pendientes

AutorPatricia Arias
Páginas19-63
I
Siete constataciones
LA IMAGEN que bosqueja la literatura especializada, es decir, los estudios antro-
pológicos, sociológicos, económicos y demográficos, acerca de la situación del
campo y los campesinos puede resumirse de la siguiente manera.
En primer lugar, se ha constatado la destrucción o pauperización de los
sistemas agrarios tradicionales orientados a la producción de alimentos básicos.
La producción campesina ha perdido no sólo la capacidad de asegurar el abasto
de alimentos que requiere el mercado interno nacional, sino incluso las necesi-
dades de autoconsumo de la mayor parte de las familias campesinas. En 2002,
según datos de la Encuesta Nacional de Ingresos y Hogares, dos terceras partes
(76.2 por ciento) de los ingresos de los hogares rurales provinieron de activi-
dades no agrícolas (Appendini y De Luca, 2006). Cultivos básicos, como el frijol,
pero también cultivos comerciales, como la fresa, serían inviables si no recibieran
financiamiento, esto es, subsidios públicos y privados, es decir, vía las remesas que
hacen llegar al campo los migrantes. Los cultivos de los campesinos no generan
recursos suficientes para comprar insumos básicos de la producción, maquina-
ria, equipo de trabajo, pago de salarios (Steffen y Echánove, 2003; Ramírez y
Morales, 2004).
La destrucción de los sistemas agrarios tradicionales ha repercutido, sin
duda, aunque no es el único factor, en el decrecimiento de la población de-
dicada a las actividades agropecuarias. De acuerdo con Appendini y De Luca
(2006), entre 1991 y 2000 disminuyó sensiblemente la ocupación en las activida-
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El campo y los campesinos hoy.
Constataciones, explicaciones
y debates pendientes
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des agropecuarias: de 8.2 a 7.1 millones de personas. De hecho, entre 1970 y el
año 2000, la población dedicada a actividades agropecuarias apenas creció: de
5’103,519 a 5’338,299 personas. Para contrastar se puede decir que el empleo
en el comercio pasó, en ese mismo periodo, de 1’196,878 a 5’597,992 y en el
sector servicios fue más espectacular aún: de 2’158,175 a 9’294,405 personas
(DGE, 1970; INEGI; 1993, 2000). González y Macías (2007) han señalado, con
base en la Encuesta Nacional de Empleo, que entre 1998 y 2007 la población
ocupada en el sector agropecuario disminuyó en 23.97 por ciento al pasar de
7.5 millones de personas a 5.7 millones.
Este decremento se percibe con nitidez a nivel estatal. En Jalisco, por ejem-
plo, en 1970, el 34.04 por ciento de la población económicamente activa (PEA)
estatal estaba dedicada a los quehaceres agropecuarios, proporción que se redu-
jo casi 20 puntos en la siguiente década: 15.27 por ciento en 1990 y disminuyó
otros cinco puntos porcentuales en el 2000 cuando apenas un 10.17 por ciento
de la PEA laboraba en las actividades agropecuarias. Guanajuato muestra una
situación similar. En 1970 casi la mitad (49.02 por ciento) de la PEA estatal se
encontraba en las labores agropecuarias; en 2000, esa proporción bajó a 17.59
por ciento, muy por debajo de la PEA ocupada en servicios y en el empleo manu-
facturero (DGE, 1970; INEGI, 1993, 2000).
El decrecimiento y cambio de sector de actividad se advierte muy bien en los
estudios a nivel local. En 2000, en San Miguel del Valle, una comunidad zapote-
ca de Oaxaca, “con profunda tradición y arraigo a la tierra” más de la mitad (55
por ciento) de la PEA se ubicaba en el sector secundario y una proporción menor
(38 por ciento) permanecía en el sector primario (Salas Alfaro y Pérez Morales,
2007: 237-238).
Una segunda constatación es que estamos ante un proceso muy intenso de
reordenamiento territorial y demográfico cuya principal característica es la agu-
dización de la tendencia al vaciamiento de los espacios rurales que se manifiesta,
por ejemplo, en el crecimiento negativo de muchos municipios. En Jalisco en
el periodo 1990-2000 hubo 33 municipios, es decir, 26.19 por ciento, que ex-
perimentaron crecimiento negativo. En el lustro 2000-2005, la cifra aumentó a
82, lo que significa que más de la mitad (65.08 por ciento) de los municipios de
la entidad registró crecimiento negativo. En dos regiones predominantemente
rurales y empobrecidas de Jalisco –Sierra de Amula y Sierra Occidental– todos
los municipios registraron crecimiento negativo. La situación en Guanajuato
apunta en ese mismo sentido. En el periodo intercensal 1990-2000 hubo 11
municipios que experimentaron crecimiento negativo, cifra que subió a 20 en el
periodo 2000-2005, es decir, en apenas cinco años. De esta manera, poco menos
de la mitad (43.5 por ciento) de los municipios guanajuatenses se encontraba,
en 2005, en una situación de crecimiento negativo (INEGI, 2005). En ambas en-
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tidades resulta indudable la asociación entre espacios tradicionalmente rurales
y agropecuarios –“tierras flacas donde llueve poco”, como las llamó Agustín
Yáñez–, y crecimientos negativos de la población.
En Jalisco y Guanajuato la principal tendencia es la concentración de la
población en una sola región que ha asumido características de gran espacio
metropolitano: en la región central de Jalisco, donde se localiza la Zona Metropo-
litana de Guadalajara, residía, en 1970, casi la mitad de la población (49.64 por
ciento), proporción que se elevó a 62.60 por ciento en el 2005. La única otra
región jalisciense que ha experimentado un crecimiento importante ha sido la
costa norte, vinculada al desarrollo turístico de Puerto Vallarta y Nuevo Vallarta,
en Nayarit. En 2000-2005 el municipio de Puerto Vallarta registró la tasa de cre-
cimiento más elevada fuera de la Zona Metropolitana de Guadalajara: 2.53. En
la región centro-oeste de Guanajuato –corredor abajeño que incluye las ciudades
de Guanajuato, Irapuato, León, Purísima del Rincón, Romita, Salamanca, San
Francisco del Rincón y Silao vivía– en el año 2000, casi la mitad de la población
del estado: 48.77 por ciento (INEGI, 2005).
Una tercera constatación, que ha sido muy difícil de aceptar en la política
pública e incluso en la academia, ha sido que la agricultura ha dejado de ser el
eje de la economía de las familias en el campo y que estas obtienen los recursos
para vivir de una combinación de actividades variadas, complejas y, sobre todo,
fluctuantes y cambiantes, muchas de las cuales se encuentran fuera, en ocasiones
también muy lejos, de las comunidades de origen. Desde hace mucho tiempo,
las familias rurales han tenido que descubrir y desplegar una serie de mecanis-
mos y estrategias que les permitan vivir en el campo pero no necesariamente de
la producción agropecuaria. La crisis de la agricultura tradicional aumentó el
número de miembros de las familias que tuvieron que buscar empleo fuera de la
parcela (Deere, 2005). El campo ha dejado de ser el lugar donde convivían co-
propietarios ligados a la tierra para convertirse en un espacio donde coexisten
cotrabajadores en constante movimiento.
Una cuarta constatación es que en los últimos años se ha profundizado la
diferenciación regional de la producción y la productividad agropecuarias (De-
lalande y Paquette, 2007; Léonard, Losch y Rello, 2007). Hacia los estados del
noroeste y noreste del país (Baja California Norte y Sur, Chihuahua, Coahuila,
Nuevo León, Sinaloa, Sonora, Tamaulipas) se ha desplazado y consolidado la
agricultura comercial moderna, exportadora y competitiva a nivel internacio-
nal. Hacia ellas se canalizan con generosidad y fluidez los recursos públicos “de
apoyo a la agricultura, equipamiento productivo e inserción en los mercados”
(Léonard, Losch y Rello, 2007: 19). Las empresas agroindustriales de Sinaloa y
Sonora han incrementado su participación y especialización en la producción
de hortalizas de exportación y también de granos básicos como el maíz. De esa

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