Estro armónico. Insuflaciones anímicas

AutorSamuel Mánez Champion

Nací en París en 1835 y mi supuesto padre fue un forjador de ilusiones llamado Claude Laurent. Maestro por derecho propio, Laurent repetía durante sus insomnios que la misión de su vida era capturar el sonido del cristal para que oídos incrédulos captaran la vibración del bien y la belleza. Sólo así podía tener sentido su existencia, soplando el vidrio para que el influjo de sus criaturas le aportara sosiego a una humanidad en zozobra continua. Mas no quiero extenderme demasiado en su persona; he de completar su retrato mencionando sus manías de coleccionista y, desde luego, su hazaña suprema. Recuerdo bien los especímenes que atiborraban el atelier familiar. Había varias syrinx, como las que utilizaba el dios Pan, tibias romanas hechas con los huesos del mismo nombre que producían sonidos espectrales, además de incontables modelos tubulares de barro y carrizo provenientes de remotos rincones del orbe. Un arsenal que revelaba sus misterios al ponerse en movimiento por el soplido humano.

Como ya lo adelanté, la mayor proeza de mi hacedor consistió en fabricar un tipo de flauta cristalina que resonara con la elocuencia del tornado y la tersura de las nubes. Nuestro interior translúcido debía albergar el aliento de la roca y, sobra decirlo, aquellos que nos arrancaran sonoridades amalgamarían su espíritu con el soplo divino del universo hasta el fin de las eras.

Fue así que la leyenda de Laurent tornose realidad y las burbujas de aire de nuestra piel volviéronse una materia codiciada por príncipes, duquesas y advenedizos a granel. Uno de éstos, un hombre inepto carente de talento artístico apodado Napoleón III, intentó poseerme, pero los únicos sonidos que expulsó de mis pulidas entrañas fueron remedos que nada más consiguieron ridiculizarlo frente a sí mismo.

Dada la infructuosidad de sus afanes se me regaló a una pareja de aristócratas a quienes se les había engatusado prometiéndoles un reino en ultramar. Me envolvieron en seda y con un moño bermejo fui depositada en las manos de la elegante señora. La dama de inmediato se declaró cautivada por mi transparencia y el resplandor de la plata que ensamblaba mis miembros. Su marido se limitó a sonreír y a proponer que su consorte tocara una melodía; había de agradecerse la gentileza del monarca que se deshacía de un objeto tan preciado. De los labios de la desposada brotó un torrente vital y sus dedos obturaron mis orificios para que manara de mi cuerpo una música jubilosa. Madame Charlotte...

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