1968

AutorAdán Cruz Bencomo
Páginas465-526
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1968
El Abate
de Mendoza
Viéndolo moverse entre los libros de México, entre sus hombres, entre sus cosas
todas, nadie dijera que José María González de Mendoza fuera español. Oyén-
dolo hablar, opinar, exponer sus ideas y sus conocimientos, sin alardes, como
quien no se atreve del todo, porque teme equivocarse, se diría que El Abate era
mexicano. Nada, o muy poco le quedaba de la cuna de origen. Es verdad que
era andaluz, de Sevilla; con lo que ya está dicho que hablaba el español un poco
a la manera en que lo hablamos los de México; pero, ¿por qué yo pienso que fue
por cortesía, por acomodar su espíritu a la manera secular del nuestro, por lo
que procuró no desentonar jamás entre los mexicanos? Cuando hablaba, cuando
opinaba, aunque sabio, siempre dejaba abierta la posibilidad de que otro retocara
sus exposiciones, de que alguna supiera más. En la Academia así ocurría. Donde
hay bueno, hay mejor, parece que pensara ante toda discusión.
El Abate de Mendoza vino muy joven a México. Aquí y en España desempeñó
tareas que muy poco anunciaron al futuro erudito, al venidero hombre de letras.
La teneduría de libros, en apariencia, es cosa ajena a la literatura. En apariencia,
digo, porque los números, porque la ciencia, es precisión, en dos más dos son
cuatro –por lo menos hasta ahora. Pero, ¿no contenía ya el oficio la palabra li-
bros? ¿No son las letras rigor, precisión, orden? ¿No es ponerlas unas tras otras?
¿No letra por letra se han hecho siempre los buenos libros? Yo no veo extraño
que de conta dor se pase a literato. Contar es casi cantar. Además de que quien
sabe contar dinero, cosas, acabará por saber contar lo que le pasa, que no otra
cosa es la literatura, uno de cuyos géneros, por cierto muy difícil, es el cuento.
Dejémoslo hasta ahí.
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ANDRÉS HEN ESTROS A
Diecisiete años tenía cuando vino a nuestro país. Luego se volvió a Eu-
ropa y estudió en París, en diversas facultades. Su nombre nos aparece en las
columnas de El Universal Ilustrado que, cuando vine a México, en 1922, era la
mejor de todas. Ahí escribía González de Mendoza sabrosas crónicas, amenas
y sabias, sólo advertida de los que estaban en el secreto. Lo que entonces ca-
racterizaba a las letras, el tono de aquellos días, las maneras de entonces, él las
ejercía y dominaba a plenitud.
Se hizo mexicano, tras de servir algún tiempo en cargos menores en nues-
tro servicio diplomático. Pero ya lo era por gusto, quiero decir desde antes que
las leyes pronunciaran juicio alguno, desde que comenzó a estudiar arqueolo-
gía mexicana. Con Miguel Ángel Asturias tradujo las versiones francesas de
Georges Raynaud del Libro del Consejo o P opo l Vuh , o La Biblia m aya-quich é, o
El Manuscrito de Chichicastenago, que de todas esas maneras se puede llamar al
gran manuscrito literario que todos saben, y los Anales de los Xahi l no menor en
importancia que el primer aludido monumento.
Poca la obra creativa de González de Mendoza. Se reduce a unos cuantos
ensayos, a un breve número de crónicas, algunos prólogos, unas notículas; eso
sí, todo magnífico, sin desperdicio. No es una selva ni un monte su produc-
ción, pero ahí no hay rama sin capullo, flor y fruto; sin rumor, sin luz y sol en
las hojas; sin pájaros que cantan.
¿Por qué hombres tan capaces, tan bien dotados, escriben tan poco? Es
pregunta que se hacen siempre los amantes de fárragos y no de quintaesen-
cias. Escriben poco porque temen errar, frustarse; porque persiguen un ideal
de perfección, y los ciega una luz, una claridad que no alcanzan atrapar. No
será siempre cierto, pero a veces…
Se dice que El Abate de Mendoza llevaba un diario de escritor, de noti-
cias mexicanas, de sus lecturas, o algo así Tal vez allí haya consignado aquellas
cosas que se negó a entregar al libro, por pudor, por no considerarlas en su
humildad dignas del recuerdo, sino del olvido.
Yo creo haber sido su amigo. Siempre me daba el gusto de referirse a las
Alacenas y a Las Notas Culturales. Y me favorecía con sus noticias, con sugeren-
cias. Por eso yo siento que soy alguno de los que más lo perdieron.
7 de enero de 1968
AÑO 1968
ALACE NA DE MINUCI AS 467
Sabio mexicano
Algo que más me llamaba la atención en Ángel María Garibay Kintana es que
no había para él tema humilde, indigno de su pluma. Ejerció un periodismo
fácil, pero lleno de miga; el asunto en apariencia más baladí, él lo sabía trans-
formar, ponerlo a distinta luz, para que rindiera todo su jugo, soltara su conte-
nido más oculto. Cualquiera que fuera el tema, el tópico, como dirían algunos,
Garibay sabía elevarlo, tratarlo de tal modo que en el curso de su desarrollo
fuera apareciendo su sabiduría, la que contenía de todas las cosas.
Su condición de hombre de la iglesia, sus mil conocimientos, su dominio
de lenguas, su trato cotidiano con el saber y la belleza, no impedía que cono-
ciera, como el más típico hombre del pueblo, el lenguaje del barrio, del mercado,
del mesón. ¿Quién dijera que cuando hablaba entre amigos y se creía entre dis-
cretos, usara de albures, de retruécanos, de palabras de doble sentido? Cuando
preparaba los artículos sobre tres animalitos mexicanos –el tlacuache, el mapa-
che y el coyote– me platicó cómo iba a tratarlos, es decir, desarrolló el asunto,
lo platicó antes de ponerlo en papel. Al hablar del coyote recordó todo cuanto
de ese animal se puede decir y se dice entre los léperos, sin que al hacerlo
manifestara algún signo de malicia.
Lo visitábamos con frecuencia en la calle del Buen Tono, Daniel Moreno y
yo. Entonces me platicaba de los sucesos del día, con toda la naturalidad de un
hombre común y corriente. Aquel sabio no desdeñaba hablar de las cosas que
están a ras de tierra, de ésas que reptan. En su pequeño estudio de piso cru-
jiente, rodeado de obras maestras, en todos los idiomas del mundo, se mostraba
en su plenitud, sin antesalas. Luego veíamos aquellas charlas conversadas en
artículos de periódico, sabiamente aderezadas, adobadas. ¿Cómo aquellas cosas
podían dar de sí tanto? Era la sabiduría, la humanidad, el amor a las cosas lo que
permitía a don Ángel María aquella suerte de malabarismo.
Su último artículo, escrito a sólo unas cuantas semanas de su muerte,
fue muy breve. Por primera vez habló de sus enfermedades, de sus achaques,
de cosas que quiere la muerte para llevarse a su paciente. Estaba postrado, en
agonía, pero, excepto la brevedad, el artículo registraba todos los dones de su
pluma de periodista: agilidad, un saber disimulado, dicho entre líneas; estaba
escrito con el ánimo de enseñar, de estimular, de servir a sus semejantes, lo que
fue su única meta. Quien no escriba para servirlos, dijo el clásico, más le vale

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