La Zarina y Rasputín: Un amor místico

AutorGuadalupe Loaeza

El 12 de agosto de 1904, en plena guerra ruso-japonesa nació el único y tan deseado hijo de Nicolás II, Emperador de todas las Rusias, y de su esposa, Alejandra Fedorovna, nacida Alice de Hesse, nieta de la reina Victoria de Inglaterra. La llegada de Alexis Nicolaïevich, después de cuatro hermanas y tan benéfica para la dinastía, fue una alegría sin límite. Tal parecía que se iba a abrir una era de felicidad para la pareja imperial. Sin embargo, no fue así. Sólo se trató de un breve respiro seguido por varias desgracias: La primera de ellas, conocida como el Domingo Rojo, ocurrió el 22 de enero de 1905. Ese día una multitud de más de 100 mil personas se dirigió, portando iconos y retratos del Zar, hacia el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Pero al llegar a su destino, no se imaginaban lo que les esperaba. Una armada de húsares y cosacos que sin más disparó contra ellos. Hubo más de 100 muertos. Las adversidades continuarían. Primero la absurda guerra ruso-japonesa que terminó en desgracia; el asesinato del Gran Duque, tío del Zar; el motín a bordo del acorazado Potemkin que se presentó en Odesa enarbolando la bandera roja y una larga serie de manifestaciones, huelgas, revueltas campesinas y centenas de asesinatos. Como una torre de naipes, el Imperio comenzó a desmoronarse por todos lados.

En esos terribles y sombríos días, el único consuelo de los zares era Alexis, el hijo amado. Pero sus esperanzas no se sostendrían por mucho tiempo. Un buen día, el doctor de la familia real les anunció que su hijo padecía una enfermedad terrible. Para su desgracia, este mal nada más atacaba a los nobles, es decir a los de "sangre azul". De ahí su nombre, la enfermedad de los Nobles o hemofilia. ¿En qué consistía esta perturbación? Se trata de un raro padecimiento en que la sangre no coagula. El mayor riesgo consiste en que el menor arañazo provoca una hemorragia que puede llevar a la muerte. A partir de ese momento, la vida de Alejandra Fedorovna no era más que una angustia desgarradora. Cada vez que el niño corría o jugaba, su madre temblaba al pensar que se podía golpear una rodilla o rasguñar un dedo. En su fuero interno, Alejandra se sentía culpable de haber echado al mundo a un ser tan frágil. El temor de un fin fatal o de una invalidez definitiva dominó sus días y sus noches. Sobre todo que ella conocía esa terrible enfermedad. Desde su más tierna infancia, había oído hablar de esta dolencia como de algo temible y misterioso contra la cual los hombres, por más científicos que fueran, se sentían impotentes ante una afección tan extraña. En su familia, un hermano, un tío y dos sobrinos habían muerto de ese mal. Y ahora su hijo único, el ser que más quería en el mundo, sufría de ese mal. ¿Iba a estar la muerte siempre a su acecho? ¿Iba a seguirlo, paso a paso, para que un buen día terminara llevándoselo tal y como había sucedido con los otros niños de su familia? ¡Había que luchar! ¡Había que salvarlo a como diera lugar! Médicos, cirujanos, profesores fueron consultados. Pero sus tratamientos eran en vano. Cuando la madre comprendió que nada podía esperar de los hombres, fincó todas sus esperanzas en Dios. Sólo El podría realizar el milagro. Pero para lograrlo tendría que hacer méritos. Nada más le quedaba un recurso, ¡la religión ortodoxa! A ella se volcó con toda su pasión.

A partir de esta resolución, la vida en el palacio se volvió severa, casi austera. Se evitaban las fiestas y la familia empezó a aislarse poco a poco de su entorno, replegándose en sí misma. Sin embargo, entre cada una de sus crisis...

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