Argonáutica/ Los zapatos de hierro

AutorJordi Soler

Hace unos días se celebró, por primera vez, el Día Mundial del Refugiado. Este, a diferencia de otros, como el de la Madre o el del Niño, tiene el propósito de recordarnos que hay gente que se ha visto obligada a abandonar su país y que ha tenido que buscar asilo en otro. El Día de la Madre o el del Niño no son para recordarnos nada, a nadie se le olvida que tiene o ha tenido madre y el escándalo que provoca la presencia de un niño no suele dejar espacio para el recuerdo.

El 4 de diciembre del año pasado, la Asamblea General de las Naciones Unidas votó, de manera unánime, que el 20 de junio de cada año sea el Día del Refugiado. Esta fecha coincide con la celebración de la primera convención de refugiados, que se celebró en 1951, hace medio siglo.

Ruud Lubbers, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, declaró hace unos días esta línea, fundamentada en aquella idea de que no puedo ser verdaderamente libre mientras haya una sola persona que no lo sea: "Ayudar (a los refugiados) y protegerlos es una obligación moral y legal, más que un acto opcional de caridad".

Este Alto Comisionado tiene registrados 21 millones de refugiados en todo el mundo. La mitad de los habitantes que tiene España suma, por ejemplo, 21 millones. El periódico El País difundió la noticia de que el número de refugiados que hay en el mundo es de 50 millones. Esta cifra equivale, por ejemplo, a la mitad de los habitantes que tiene México.

De estos 50 millones, nada más el 10 por ciento ha encontrado protección en los países desarrollados.

Con todos estos refugiados se podría armar un país. La ONU podría designarles un lugar, de preferencia templado, en alguna zona del planeta. Supongamos que el número real de refugiados esté entre 21 y 50, digamos 35 millones. El país del refugiado tendrá las bondades y los conflictos que tendría cualquier país con esa cantidad de habitantes. De esos 35 millones, cuya buena parte estaría constituida de personas trabajadoras, o mejor todavía, de personas que, a pesar de la adversidad, siguen trabajando, habría, sin duda, una porción de maloras que poco a poco, como pasa en todas partes, irían ganando espacio y constituyendo un hampa que, en determinado momento, habría que controlar, con la cárcel o de plano, puesto que se trataría de un proyecto de la ONU que no debería tolerar ciertos deslices, expulsarlos del país del refugiado. Cada malora expulsado vendría a complicar la...

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