La retórica mexicana de la inmortalidad

AutorEulalio Ferrer Rodríguez

Los expertos de la comunicación raramente abordan la instalación histórica del ser humano en ese gran acontecimiento que, después de haber nacido, encierra el del fin de la vida. Si se sigue la pista informativa de la muerte, podrá advertirse que todo cuanto se relaciona con ella, como si fuese por sí sola un disparador de la notoriedad, constituye habitualmente la noticia más destacada de los medios de comunicación, trátese de guerras, catástrofes, revoluciones, crímenes o del simple fallecimiento de hombres célebres, en toda su variada extensión de relieves y matices. No debiera olvidarse que alrededor de este acontecimiento culminante de la muerte existe no sólo un fenómeno de percepciones y tradiciones, sino figuras y modismos arquetípicos del lenguaje humano.

El hombre ha temido a la muerte y desde el pasado milenario ha vivido, en un grado diverso, con la idea de dejar huella de su existir, de ser memoria en los demás, ganando el elogio ajeno y cultivando el propio. Es la búsqueda autoglorificadora de la inmortalidad, razón de estímulo o consuelo, de herencia vana o amorosa. Las primeras necrópolis demuestran que la mayoría de las culturas, en lugar de abandonar a los muertos en la intemperie, prefirieron enterrarlos bajo un túmulo de piedras o en las fauces de cuevas tapiadas. De esta forma, al incorporar ciertas formas de tratamiento del difunto, rodeándolo de ritos simbólicos, la muerte implicó la realización de funerales, convirtiendo a la pompa fúnebre en un acto de cultura. No obstante, la verdadera revolución en las representaciones sociales de la muerte sucedió en el momento en que las ceremonias de difuntos incorporaron las modalidades de la comunicación oral y, posteriormente, el lenguaje escrito. El ingenio humano no tardó en idear frases contundentes para ser grabadas sobre las lápidas sepulcrales, con las que pretendió alcanzar una forma legítima de inmortalidad: la de permanecer en la memoria de los vivos, teniendo como única arma la defensa de las palabras. Es entonces cuando se inauguró, de hecho, lo que bien podríamos identificar como retórica de la inmortalidad, que se revela y exhibe a través de ciertas argucias retóricas y de la expresión.

Capítulo aparte en la historia de esta retórica de la inmortalidad merecen, por derecho propio, las formas sutiles y maravillosas que ha adoptado en una de las más diversas y penetrantes culturales nacionales: la mexicana. Y es que a la muerte, como han señalado cuantiosos observadores, el pueblo mexicano le ha dedicado un culto que es al mismo tiempo sufrimiento y diversión. Con su genio verbal característico, el poeta Carlos Pellicer ha resumido el talante del pueblo mexicano en sus dos obsesiones: el gusto por la muerte y el amor por las flores. Pasiones gemelas que bien podrían intercambiarse entre sí y retroalimentarse mutuamente. Entre los que han estudiado las formas del arte y el pensamiento mexicano relativos a la muerte figuran grandes autores, como el francés André Breton, que consideró a México un país auténticamente surrealista, luego de observar cómo las costumbres prehispánicas lograron filtrarse a través de los siglos de dominio católico para llegar a fundirse en imágenes tan extrañas como la del niño sonriente que devora una calavera de azúcar. La visión mortuoria de los mexicanos es, en esencia, diferente de las concepciones prevalecientes en el mundo occidental.

Pareciera que en este país el reloj de los hombres y mujeres girara en dirección...

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