¡Tiburones, tiburones! (II)

AutorSilvia Garduño

Pasaban de las cuatro de la mañana cuando todos los tripulantes del buque Maya habían saltado al mar.

Los viajeros se habían acomodado en las 12 balsas inflables, de color anaranjado y en forma de dona, que habían lanzado los marinos al océano.

Las balsas tenían seis metros de diámetro y capacidad para 20 personas. Sólo dos conservaban el piso, pero iban sobrecargadas. Ahí se habían acomodado las mujeres, los ancianos y los niños.

Los hombres se sujetaron con sus piernas de los bordes de las balsas desfondadas, como si montaran a caballo.

Aun en los botes inflables, los náufragos del Maya no estaban fuera de peligro. Todavía estaban amarrados al buque y en caso de que ocurriera una explosión, seguramente los alcanzaría.

En sus bolsillos, un señor encontró un encendedor, que estaba a punto de usar para cortar las cuerdas.

"¡No! ¡Acuérdate que están los tanques de gasolina y vamos a explotar!", gritó otro de los tripulantes, obligando a su compañero a abstenerse de encender el mechero.

En cada bote había una bolsa de seguridad que los pasajeros localizaron a oscuras. Entre otros utensilios de supervivencia, había unos cuchillos que los tripulantes usaron para cortar los amarres.

Una vez desprendidos del Maya, los náufragos ataron las balsas juntas, para evitar perderse. Una se alejó demasiado, y se perdió del grupo.

Al mismo tiempo, dos barcas de remos con marinos a bordo abandonaron al grupo de náufragos, en direcciones contrarias.

La barca que comandaba el capitán iba hacia las Islas Marías, a unos 50 kilómetros del percance. La otra, se dirigía al puerto de Mazatlán, a 126 kilómetros de distancia.

Invade... el sueño

Aún lejos del incendio, los familiares de los presos de las Islas Marías pensaban que no iban a sobrevivir.

"Tenía 20 mil pesos ahorrados en mi cuenta. Ojalá me los hubiera gastado", dijo un joven en voz alta.

Algunas personas que no alcanzaron a confesarse en el Maya pidieron al padre Bernardo Skertchly que los absolviera de sus pecados en las balsas de rescate.

Los que alcanzaron lugar en las balsas con piso entraron en un profundo sueño que duró entre tres y cuatro horas. Sólo los que iban sentados sobre los bordes de las balsas desfondadas permanecieron despiertos.

En pleno amanecer, el niño de la cámara fotográfica enfocó al diminuto Maya que se veía en el horizonte, desprendiendo una nube de humo negro que contrastaba con la luz de la mañana.

Con los primeros rayos del sol, los pasajeros comenzaban a sacar cuentas.

...

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