Vivir para tejer (II)

AutorDenisse Pohls

Fotos: Denisse Pohls

Tejer en Santo Tomás Jalieza, ubicado en el Estado de Oaxaca, más que un arte es una cuestión de sobrevivencia.

El campo está yermo, los pozos casi secos. Vender caminos de mesa, fajas y bolsas a buen precio y con un paso sostenido ha significado hasta el 85 por ciento del ingreso familiar desde 1940, cuando los turistas comenzaron a llegar al pueblo.

En pos del comercio, el arte del tejido fino -técnica prehispánica que se realiza usando un telar de cintura- ha ido perdiendo presencia frente a un tejido más comercial.

Las mujeres de la familia Mendoza se han dedicado a revertir ese proceso.

El logro de las Mendoza ocurrió por accidente. Un accidente que cambió un destino.

Era mayo. Largas jornadas al sol, los rostros curtidos. María Mendoza y su más avanzada discípula en el arte del tejido fino, su cuñada Eustacia Antonio, subieron al monte para llevar a los hombres que cultivaban el campo comida y tejate frío, una bebida tradicional oaxaqueña elaborada con maíz, ceniza de leña, cacao y huesos de mamey.

Después, volvieron apresuradas para poder recibir a las cuatro hijas de Eustacia quienes regresarían pronto de la escuela y a ponerse a desgranar el maíz para hacer las tlayudas.

Por la tarde, en medio de sus demás tareas, se colocarían el telar en la cintura y tejerían como lo hacían sus madres y abuelas desde la época prehispánica.

Pero Eustacia se distrajo un momento y la desgranadora hambrienta se comió su dedo meñique, de la mano izquierda. Una tragedia a todas luces porque esa es la mano que separa los hilos de la urdimbre; porque un par de manos menos en una familia pobre puede significar no comer y porque gastar en curaciones es un lujo.

Su hija Abigail tenía 14 años y el hecho cambió su destino. Dejó la secundaria y, para no tomar el arado pero aún poder pagar el pasaje de la hermana menor a la escuela, se comprometió con los hilos y con el telar de cintura, el ingreso extra de la familia.

Un eslabón entre la tradición y el mundo moderno, Abigail es una mujer alegre y tan sociable que parece agente de relaciones públicas de una empresa internacional. Tiene 35 años de edad y teje desde los 6.

Es morena, tiene el cabello largo y la mirada tan despierta como su creatividad. Parece estar suspendida entre dos épocas: la de su madre y la vida de campo y la suya y la vida de ciudad en la que el mundo es más amplio que la capital del Estado o todo el País. Su vida es un puente.

"Nosotras hacemos cosas diferentes...

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