Vivir en la pantalla

AutorEduardo Subirats

Pantallas nos informan; pantallas nos ponen en contacto con el mundo; pantallas nos vigilan; pantallas formulan nuestros deseos y extienden nuestros sentidos; pantallas registran, reproducen, producen, crean; pantallas nos sitian; pantallas trazan las señas de nuestra identidad subjetiva y nuestro inconsciente colectivo; pantallas dan cuenta de nuestra felicidad y nuestra desesperación... Todo, desde nuestros sueños hasta las grandes decisiones que afectan al porvenir de la humanidad parece haberse convertido en un prodigioso efecto de pantalla.

La definición de una cultura y una sociedad como espectáculo a gran escala, y la complementaria concepción de la existencia reducida a un efecto de pantalla supone, al mismo tiempo, aceptar que nada puede escapar a un concepto extendido y universal de diseño. El mundo como espectáculo virtual es una obra de arte total. La sociología posmoderna ha comprendido las expresiones cotidianas de la mediación electrónica de la intersubjetividad a una categoría general y abstracta de comunicación, de acción comunicativa. Pero en términos existenciales y cotidianos esta acción comunicativa se traduce en el diseño formal de las pantallas virtuales de la aldea global. Lo mismo el gran mundo de las decisiones políticas o las guerras, que las decisiones pequeñas sobre un desodorante o un detergente, todo se manifiesta, se programa y se cumple como el resultado de un diseño virtual del espectáculo de la realidad: un diseño de la existencia, idéntico con su administración integral.

Tres hitos de la modernidad del Siglo 20 confluyen y explican el proceso de espectacularización de lo real. El primero es la estética negativa de un sector particularmente importante de las vanguardias históricas europeas: el dadaísmo y el surrealismo, así como algunos aspectos del futurismo. Estas corrientes antiartísticas recorren diversos momentos: la estética del shock, el principio vanguardista de ruptura con las condiciones tradicionales o "normales" de la experiencia de lo real, la fragmentación y el collage como nuevo código de representación, la condena de lo racional o la apología del caos, la celebración de la violencia o el absurdo, en el sentido en que tantas veces lo reiteraron, a lo largo de manifiestos y acciones públicas, promotores como Tzara, Marinetti o Breton, y, a partir de la Segunda Guerra Mundial, se ha convertido en el lugar común de la comunicación social a gran escala.

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