Los viejos tiempos

AutorBarry Gifford

Félix Martucci se tomó su tiempo para salir del avión.

Tenía que hacerlo así debido a la endeblez de su rodilla izquierda, que le habían operado tres meses atrás, pero disfrutaba también la sensación -el lujo de moverse tranquilamente y la libertad otorgada por la gente a una persona de cierta edad.

Dentro de seis semanas, Félix Martucci cumpliría ochenta y cuatro años, algo que le era difícil asimilar por completo. Cada mañana al mirarse el rostro en el espejo, se preguntaba: "¿quién es ese tipo?".

Martucci nunca fue indolente, tampoco alguien nervioso. Su conducta serena pero resuelta siempre fue un punto a favor. Los hombres confiaban en él, y en su negocio, o lo que en el pasado había sido su negocio: éste era el mejor de todos sus atributos. Ser una persona temible no carecía de beneficios, pero la confianza, como decía Benny Pickles, era el abuelo del respeto. Benny Pickles, pobre hombre, descanse en paz. ¿Cuántos años hace que falleció?, ¿cinco?, ¿seis? Todos estaban muertos, casi todos, menos él. Cualquier otro que quedara vivo, no valía la pena ni acordarse.

Cauteloso, Félix caminó hacia la salida, se detuvo un instante y cerró los ojos antes de pisar la plataforma de la escalerilla. Respiró profundamente y abrió los ojos: veía La Habana por primera vez en cuarenta años. Qué extraño, pensó, es carecer en este momento de cualquier sentimiento poderoso. El aire era húmedo, pero no tan caliente como había pensado. Un sobrecargo lo tomó del brazo, era joven. Félix lo miró de arriba hacia abajo "¿Lo puedo ayudar señor?, la escalerilla est á un poco mojada".

En los viejos tiempos, pensó Félix, habría sido una mujer joven y bonita quien lo llevara del brazo. Este tipo era probablemente un maricón, pero qué importaba. El hijo de Junie, Marty, era marica, y era un muy buen muchacho, un buen nieto. No importaba, ya casi nada importaba.

Al carajo con los viejos tiempos. Esta expresión también la odiaba.

Félix logró bajar las escaleras sin resbalar.

Se preguntaba si el sobrecargo sabía quién era él, el responsable de la muerte prematura de varios hombres -y no es que no se hubieran ganado su muerte-, y conjeturaba si es que de saberlo, atendería a este viejo caballero con tanta amabilidad.

En los años cincuenta, recordó Félix, siempre había un auto esperándolo en la pista junto al avión, por lo general era un convertible último modelo. Esta vez tomó un taxi, un Chevy Bel Air 1957 sostenido con alambres y escupitajos.

Seguro que había unos mecánicos formidables en Cuba, que se las arreglaban para mantener estos vehículos ancestrales en circulación.

Se hospedaría en el Hotel Nacional, como siempre lo hizo. En Miami, Félix prefería el Baltimore, en...

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