Vendimia de sueños

AutorNayeli Estrada

California es la columna vertebral de la industria vitivinícola de Estados Unidos. Si fuera una nación, sería la cuarta productora, detrás de Italia, España y Francia. Sus seis regiones producen 85 por ciento del vino elaborado en la Unión Americana y generan ganancias por 114 mil millones de dólares, según California Wines.

Y sí, son las manos mexicanas, de jornaleros pero también de propietarios, las que sostienen estas cifras y definen, con su labor, el precio de cada botella. Su experiencia en la vendimia es irreemplazable por medios mecánicos, y la capacitación de nuevos empleados sería lenta y costosa, argumentó Los Angeles Times durante la crisis de trabajadores en el campo ocurrida en 2017.

En esta área, los salarios a migrantes capacitados en labores agrícolas van de los 10 mil a los 41 mil dólares anuales, según el diario angelino. Y Napa es la región mejor pagada.

El fenómeno no es nuevo. La Revolución y luego el Programa Bracero (1942-1964) provocaron la desbanda connacional que ha dejado, por generaciones, su labor en los campos californianos.

DERRIBA MUROS

Amelia Morán nació en Las Flores, una localidad en los Altos de Jalisco, sin agua potable ni electricidad. Bajo la tutela de su abuela, Mamá Chepa, tejió un vínculo con la agricultura y alimentó a su familia con la cosecha de su propio huerto. A miles de kilómetros de distancia, en California, Oregon y Washington, Felipe, su padre, también sembraba.

"Mi papá no pudo ir a la escuela, quedó huérfano y aprendió sólo a leer y escribir. Decidió ir a Estados Unidos porque quería una vida mejor, pero nunca se inscribió como bracero porque, para él, eso era una forma de esclavitud. Llegó indocumentado, no ilegal, porque ningún ser humano es ilegal", defiende Morán.

Cuando Felipe obtuvo la residencia, se estableció en Napa y se convirtió en el encargado de Oakfield Vineyards Management Company. Su familia llegó tras dos meses de trámites, a mediados de los 60.

"Yo tenía 12 años y no entendía inglés, por eso me pusieron en una clase de niños con necesidades especiales. Allí conocí a Pedro, mi actual esposo, que venía de Michoacán. Éramos los únicos que hablaban español, porque en esa época los padres viajaban sin familia", recuerda.

"El primer día que coseché también iba Pedro. Él me ayudaba a vaciar las cubetas con racimos; dice que la primera hora me dediqué a comer uvas y no coseché nada. Al terminar la jornada, gané casi tres dólares y le dije a mi papá que algún día yo tendría un...

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