El valedor / El Rosco y los gatos de Washington

El Rosco y la Bicha, mis valedores, personajes gatunos que aceptan compartir conmigo este hogar. Ella, mansa bolita que rueda a los vientos de la caricia con sus modales de novia solterona que no ha perdido los coqueteos de la novia novicia. La aman Aída, el Ariel y la Mayahuel de las zarcas pupilas. (Ella tan hermosa que en ratos creo que lo hace a propósito. Telilla del corazón, mi hija.)

La Bicha, sí, pero ahí nomás, a medio metro de donde esto redacto, el Rosco engrifa sus lomos. Vejez y decrepitud, de repente se reviene y sacúdese en accesos de tos y estridencia de estornudos. Se arquea entonces, toma resuello, y al sueño otra vez, que nada fuera de la rutina ha ocurrido, y la paz.

Gato corriente, currículo desconocido, brusquedad de modales y la pelambre hirsuta, el Rosco es desapacible de ver, de tocar, de inspirar un afecto facilón. Él no. Lo miro, le busco la cara y trato de granjearme su voluntad sobornándolo con el pocillo de leche. Él, incólume, insobornable, inaccesible, ni pide ni acepta y no agradece si se digna aceptar. Inexpugnable, ni implora ni se doblega, bien hayan la dignidad pura y la entera, solitaria libertad. Vinieran a verlo los intelectuales orgánicos, que algo (mucho) le pudiesen aprender...

Y qué traqueteado a lastimaduras, qué áspera geografía su pelleja, fruncimiento y rasgaduras; y cómo no, si para sus nocturnas batallas de odio y amor más son los colmillos que se le fueron que los caninos que le sobreviven aún. Pero él, indomable, irreductible, amo...

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