El valedor / Mendicante

Persiste la incógnita, mis valedores, sobre la actitud cierta señora que ahora se va sin haber venido, deja de verse sin haberse visto y deja de ser sin nunca haber sido. Dije entonces, y hoy lo reitero:

Alguien cercano a esa dama favor de comunicarle las medidas que tomó una tía abuela mía para solventar un problemón semejante al que ella pudiese enfrentar. Parece que estoy mirando a mi familiar cuando yo todavía adolescente y ya ella anciana. Sola y su alma en la vida de un caserío perdido entre cerros y peñascales, en su necesidad no contaba con esposo ni más familia que un montón de sobrinos que, peor todavía, eran dueños de suficientes dineros como para negárselos. A los ochenta de su edad mi abuela cargaba un soberbio catálogo de achaques de vista, corazón, hígado y conexos. Años, pobreza y achaques físicos, cómo encontrar la salud en un poblacho que por aquel entonces mal alcanzaba para brujos y remedieros. Cómo raíces y conjuros pudiesen curarle sus achaques de salud. (No perder detalle, díganle a la señora.)

Mi tía abuela tendría que efectuar un viaje hasta el otro lado del mundo, una ciudad a cien kilómetros de distancia. Para hacerse de los recursos económicos sólo contaba con gente de su propia sangre, lo que es estar en el desamparo, y así a quién acudir, si no al pensamiento mágico. Rezandera extremosa, la llevaba yo cada mañana a suplicarle al Crucificado: ¡Un milagro, Jesús! Pero nada. Urgía la solución, y fue entonces.

El milagro o casi. De repente, al pie del Crucificado, la tía abuela dio con la solución: ¿para qué son los bienes? Para remediar los males, y algo aún respaldaba a la anciana: su casa, herencia de unos padres que fue herencia de unos abuelos, y así hasta el tatarabuelo de nombre Adán; un caserón típico de un pueblo típico de aquellos...

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