El Valedor / Amoroso amor...

Lean esta página, mis valedores, y una vez leída consérvenla, no la utilicen para envolver sus tlacoyos. El comercio organizado, consumismo vil, les ha impuesto el 14 de febrero como Día del amor y la amistad, sentimientos que deberán patentizar regalito en la diestra. Tal vez aquellos de ustedes que habitan ese estado de gracia que es el amor resulten mejor gratificados si a la chuchería le añaden el soberbio lirismo de estos poemas en prosa, espejo y flor de la literatura oriental, esa que fue capaz de tramar, de trovar las ternezas, la pasión y el ardoroso erotismo de El Cantar de los Cantares, con un amador que así exalta la belleza de la amantísima:

"Iréme al monte de la mirra, y al collado del incienso (...) Nardo y azafrán, caña aromática y canela, mirra y áloes, fuente de huertos, pozo de aguas vivas". Sublime.

Aquí entrego a ustedes estos a modo de fulgorcillos de aurora boreal, y ello con ánimo de que los digan, en su momento, a la única; quedo, de boca a oído, de boca a boca, a sangre, a entraña, a espíritu. Ah, si a ella la conmoviesen como la caja envuelta para regalo y el sello del almacén transnacional. Mis valedores: aquí los "siempre, siempre" y los "nunca, nunca", del amor que se enciende, fulgura y, si no se le aviva cada día, termina por erosionarnos el corazón con su llovizna de cenizas. Aquí, de la abundancia del corazón, habla el poema:

Maldije la lluvia que crepitaba sobre mi techo, impidiéndome dormir. Maldije el viento que sacudía mi jardín. Pero llegaste tú, y entonces di gracias a la lluvia, porque has tenido que quitarte tus ropas mojadas, y di gracias al viento, que apagó mi lámpara...

Habíamos agotado las palabras de amor. Callamos entonces, y al igual del silencio que se establece entre dos ejércitos que han de librar batalla, hubo un silencio profundo entre nosotros. Y libré la batalla de amor. El ruido de los sables estaba en nuestros besos. Los suspiros de los heridos en nuestros estertores. La algarabía de los carros de guerra estaba en las arterias...

Y te conservé, contra mí, como un estandarte destrozado...

Recuerdo esa mañana de Damasco y el silencio del jardín donde tú te adormías. La sombra de tu cuello era azul. Tus senos subían y bajaban con ritmo de fuente. Tus brazos, en abandono, eran dos arroyos de plata en la hierba; las mariposas se posaban sobre tus uñas, tomándolas por rosas. ¿Contemplaría mi padre, en ese instante, vírgenes más bellas en los jardines del Paraíso?

Me extendí a tu...

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