La universidad desconocida

AutorRoberto Bolaño

Laura y yo no hicimos el amor aquella tarde. Lo intentamos, es verdad, pero no resultó. O al menos eso fue lo que creí entonces. Ahora no estoy tan seguro. Probablemente hicimos el amor. Eso fue lo que dijo Laura y de paso me introdujo en el mundo de los baños públicos, a los que desde entonces y durante mucho tiempo asociaría al placer y al juego. El primero fue sin duda el mejor. Se llamaba Gimnasio Moctezuma y en el recibidor algún artista desconocido había realizado un mural en donde se veía al emperador azteca sumergido hasta el cuello en una piscina. En los bordes, cercanos al monarca, pero mucho más pequeños, se lavan hombres y mujeres sonrientes. Todo el mundo parece despreocupado excepto el rey, que mira con fijeza hacia afuera del mural, como si persiguiera al improbable espectador, con unos ojos oscuros y muy abiertos en donde muchas veces creí ver el terror. El agua de la piscina era verde. Las piedras eran grises. En el fondo se aprecian montañas y nubarrones de tormenta. El muchacho que atendía el Gimnasio Moctezuma era huérfano y ese era su principal tema de conversación. A la tercera visita nos hicimos amigos. No tenía más de 18 años, deseaba comprar un automóvil y para eso ahorraba todo lo que podía: las propinas, escasas. Según Laura era medio subnormal. A mí me caía simpático. En todos los baños públicos suele haber alguna bronca de vez en cuando. Allí nunca vimos o escuchamos ninguna. Los clientes, condicionados por algún mecanismo desconocido, respetaban y obedecían al pie de la letra las instrucciones del huérfano. Tampoco, es cierto, iba demasiada gente, y eso es algo que jamás sabré explicarme pues era un sitio limpio, relativamente moderno, con cabinas individuales para tomar baños de vapor, servicio de bar en las cabinas y, sobre todo, barato. Allí en la cabina 10, vi a Laura desnuda por vez primera y sólo atiné a sonreír y a tocarle el hombro y decir que no sabía qué llave debía mover para que saliera el vapor. Las cabinas, aunque más correcto sería decir los reservados, eran un conjunto de dos cuartos diminutos, unidos por una puerta de cristal; en el primero solía haber un diván, un diván viejo con reminiscencia de psicoanálisis y de burdel, una mesa plegable y un perchero; el segundo cuarto era el baño de vapor propiamente dicho, con una ducha de agua caliente y fría y una banca de azulejos adosados a la pared, debajo de la cual se disimulaban los tubos por donde salía el vapor. Pasar de una habitación a otra...

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