En Torno a los Conceptos del Ser y Quehacer del Abogado

EN TORNO A LOS CONCEPTOS DEL SER Y QUEHACER DEL ABOGADO.
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Acostumbrado a las rigurosas disciplinas del espíritu, el abogado lleva el verbo ante la justicia; es el amo de la dialéctica judicial; es quien da cuerpo y vida a la demanda del litigante; su misión consiste en colaborar en la obra del juez; es en verdad "partícipe de la justicia" y, como lo dijo la Roche-Flavin, está "adiestrado en seguir el camino de la misma".

J. MOLIERAC. Iniciación a la Abogacía, Editorial Porrúa, México, 1974, p. 28.

Ahora no estoy ya seguro ni de haber defendido la inocencia ni de haber hecho valer el derecho ni de haber hecho triunfar la justicia; y, sin embargo, si el Señor me hiciese nacer de nuevo, comenzaría otra vez. No obstante los fracasos, las amarguras, los desengaños, el balance es activo; si hago el análisis de él, me doy cuenta de que la partida capaz de colmar todas las deficiencias consiste precisamente en aquella humiIlación de deberme encontrar, junto a tantos desgraciados, contra los cuales se desencadena el vituperio y se encarniza el desprecio, en el último peldaño de la escala.

FRANCESCO CARNELUTTI, Las Miserias del Proceso Penal, Ediciones Jurídicas Europa - América, Buenos Aires, 1959, p. 46.

Poco conocido o muy olvidado entre nosotros, un texto de León y Antemio a Calícrates (Código, 2, 7, 14) nos dice de qué manera, ayer como hoy, es la nuestra una magistratura de la República:

"Los abogados. que aclaran los hechos ambiguos de las causas, y que por los esfuerzos de su defensa en asuntos frecuentemente públicos y en los privados, levantan las causas caídas y reparan las quebrantadas, son provechosos al género humano, no menos que si en batallas y recibiendo heridas salvasen a su patria y a sus ascendientes. Pues no creemos que en nuestro imperio militen únicamente los que combaten con espadas, escudos y corazas, sino también los abogados; porque militan los patronos de causas, que confiados en la fuerza de su gloriosa palabra defienden la esperanza, la vida y la descendencia de los que sufren".

COUTURE, Eduardo J. Los Mandamientos del Abogado. Ediciones Depalma, Buenos Aires, 1966, pág. 20.

Frecuentemente se admiran los que analizan con ligereza las situaciones humanas cuando saben, dice Bielsa, que un gran abogado ha perdido un pleito y quizás frente a un rábula. Y es que no alcanzan a comprender que precisamente el abogado de fama se lleva, casi siempre, el pleito que otros hicieron inextricable, o que el propio interesado puso en callejón sin salida. Y mientras al "título sin abogado" le llevan los negocios canalizados fácilmente en los machotes de las escrituras hipotecarias y los pagarés, en que el obligado renuncia hasta la diaria pitanza, al abogado con título y con experiencia y con cultura jurídica, le presentan la madeja en que la astucia y la codicia han atrapado a la miseria para que ésta desaparezca momentáneamente ante el interés del logrero enriquecido con sus desmanes, y el que se halla entre los tentáculos del agio quiere desasirse al conjuro de la aparición del abogado defensor.

Antonio, PEREZ-VERDIA F., Divagaciones sobre abogacía, Editorial E.C. L.A.L., México, 1949, p. 23.

El abogado es un señor que estudia la carrera de Derecho, generalmente porque no le gusta ninguna otra. O porque su padre también es abogado. O porque ha oído decir que tiene muchas salidas. O porque le revientan las matemáticas. O porque tiene ambición política y ha leído que la mayoría de los procuradores en Cortes son abogados. Existen, sin embargo, casos aislados de personas que estudian Derecho sencillamente porque tienen vocación.

El primer curso de facultad se pasa bastante bien, si exceptuamos el Derecho romano. A medida que va uno adelantando, la cosa se complica. Aparece el canónico, que si en nuestros tiempos nos daba mucho qué cavilar, imagino que ahora desesperará a los alumnos, cuando comparen la teoría con la práctica de los clérigos. El administrativo tampoco puede decirse que resulte ameno; pero lo compensa el penal, propicio a las verdulerías y a los casos prácticos. Los catedráticos de civil insisten mucho en que su asignatura es la base del ejercicio; tienen parte de razón, aunque ya me explicarán para qué demonios sirve haberse aprendido esforzadamente lo de la enfiteusis o lo de la anticresis. Porque resulta que ésta es una profesión eminentemente práctica en su ejercicio, que suele estudiarse de forma absolutamente teórica.

Finalmente, uno termina la carrera. Los chicos de ahora deben terminaría cansadísimos, porque son muchas las carreras que llevan encima.

Además de la básica, las que se corren delante (o detrás) de los guardias. Eso les ocurre por ser contestatarios a su manera; nosotros, a su edad, teníamos una idea de la contestación mucho más simple. Nuestro problema consistía nada más que en ser capaces de contestar a las preguntas del programa. Lo cual tampoco dejaba de tener sus dificultades, que procurábamos reducir con el discreto uso de las chuletas.

Las chuletas son -o eran, que no estoy seguro de que ahora les dé tiempo a los universitarios para prepararlas- una del las cumbres de la picaresca estudiantil. Las chuletas consistían en una esmerada síntesis de las lecciones del programa, minicaligrafiadas en papelitos que se distribuían por los bolsillos, técnicamente repartidos. Había alumnos verdaderamente geniales en la elaboración y aprovechamiento de las chuletas. Alumnos que se las colocaban debajo de las mangas de la camisa y, mediante un sistema de gomas debidamente tensadas, las llevaban hasta las manos, para consultarías durante el ejercicio escrito. Confeccionar las chuletas era una tarea tan ardua, compleja y laboriosa que siempre cabía pensar si no podríamos habernos aprendido estupendamente las lecciones dedicando a estudiarlas el mismo tiempo que empleábamos en preparar las chuletas. Pero, en fin, con chuletas y con suerte, ya tenemos al licenciado en Derecho con su título en el bolsillo. Previamente se ha fotografiado para ocupar su cuadrícula en la orla. Como ocurre con todas las previsiones, algunas no se cumplen y muchachos hay en la orla de un curso que no terminan la carrera hasta cinco años después o no la terminan nunca. La fotografía de la orla sirve para vestir por vez primera la toga. Y para vestirla -no por primera, sino por única vez- con cuello duro. La orla se enmarca y en cuanto abre uno su bufete, se cuelga en lugar destacado, generalmente, en la sala de visitas. Esto permite a los clientes comprobar lo majo que estaba su letrado cuando era joven y lo muchísimo que se ha estropeado en poco tiempo.

Los que estudiaron la carrera por aquello de sus muchas salidas comienzan a tantearías. De entrada, todos escogen notarías, registros o abogados del Estado. Paulatinamente, y a partir de los primeros fracasos en las oposiciones, suelen derivar hacia empleos ministeriales para los que se exige el título. Y entonces comprueban, naturalmente consternados, que maldita la falta que hacia saberse la Ley Hipotecaria o conocer los foros gallegos para despachar expedientes en una oficina.

Los audaces optan por el llamado ejercicio libre de la profesión, ignoran que se trata de uno de los ejercicios profesionales más sometidos a trabas, limitaciones y condicionamientos, o sea, que de libre tiene muy poco. Lo normal es comenzar aprendiendo junto a un letrado ya ilustre. Se trata de la eficaz institución llamada pasantía. Y sirve para que el joven abogado se dé cuenta, con el natural espanto, de que no sabe absolutamente nada. Aun gracias si, por lo menos, puede encontrar fácilmente en los libros las materias que necesita estudiar. Esto será prueba de que ha llevado bien su carrera. Con ganas de trabajar y decidida vocación, los pasantes se convierten en excelentes abogados, que ganan los pleitos del maestro. La gloria...

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