Tomás Eloy Martínez / La salud del pontificado

AutorTomás Eloy Martínez

Pocos pontífices fueron dados por muertos antes de tiempo tantas veces como Juan Pablo II.

Se creyó que sobreviviría pocas semanas al atentado de Mehmet Ali Agca, el terrorista turco que le disparó al pecho en mayo de 1981, al grito de: "¡Muera el Papa capitalista!". Pero en febrero siguiente ya estaba emprendiendo una de sus peregrinaciones más extenuantes, desde Nigeria y Benin hasta Gabón y Guinea Ecuatorial.

Se esparció el rumor de un cáncer de garganta que estaba aniquilándolo a mediados de 1990. Era falso. Los fantasmas de un atentado enloquecido precedieron a casi cada uno de sus cien viajes, sobre todo cuando visitó siete países de América Central en otros tantos días de 1983, o cuando fue a Sudán en 1993, o a Sarajevo en 1997.

Y ahora, desde que en mayo último el Vaticano confirmó oficialmente que sufría de Parkinson avanzado, no hay semana en que los medios no aludan a su agonía de mártir. Es verdad que Juan Pablo II apenas puede hablar y que su sordera es irreparable. Tampoco camina casi, afectado por una artritis aguda en la rodilla derecha. Pero aún conserva su lucidez, la vitalidad de un corazón de atleta y la decisión tenaz de seguir gobernando la Iglesia hasta el último día.

Durante el infernal verano europeo deL 2003 se pensaba que el Papa podía morir de un momento a otro. En el avión que me llevó a Roma a fines de aquel agosto mortal, oí a más de un turista cínico desear que el viaje tuviera, como ventaja inesperada, el espectáculo de las multitudes en oración, bajo el sol implacable de la Plaza de San Pedro, esperando el humo blanco que anunciaría la elección de un nuevo pontífice.

La consagración de Karol Jósef Wojtyla, en octubre de 1978, fue casi una burla de la historia. Su predecesor murió a los 65 años, tras 33 días de reinado, por razones que siguen siendo misteriosas e inciertas. Juan Pablo I era, se ha dicho, demasiado liberal.

Los cardenales electores llegaron al cónclave segregados en dos partidos adversarios: el de aquellos que postulaban una reforma profunda de la Iglesia, y el de quienes suponían que modificar las tradiciones podría acentuar el estado deliberativo del clero.

La votación inicial del cónclave favoreció -ahora se sabe- a la primera tendencia, encarnada por el arzobispo Giovanni Benelli. En las siguientes, la candidatura del joven cardenal Wojtyla, que tenía entonces 58 años, fue imponiéndose como una fórmula de compromiso. Al final, lo apoyaron los dos bandos.

A la luz de lo que sucedió en...

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