Al Tiro / Sólo los solos

AutorPaco Navarrete

Escribí aquí el jueves pasado acerca de la soledad, cómo puede ser una amarga condena o el gozo más pleno, dependiendo de una variante: la voluntad. Cuando la soledad es impuesta, se convierte en una losa más pesada que la que el Pípila ha de haber soportado en el lomo, con unos arcabuzazos en el pecho y el humaderal de la pólvora quemándole nariz y córneas. Esto, claro, si hubiera existido, porque a como va la historia, resulta, al igual que la mitad de los niños héures o el mismísimo Juan Diego, tan verdadero como un billete de a tres pesos.

Por el contrario, qué dicha inigual la de la soledad buscada y, por supuesto, la de perder el tiempo, como bien apuntó don Renato Leduc.

Escribía yo también de la vida en las urbes actuales y cómo en ellas se puede estar en el mayor de los hacinamientos -en el camión, el edificio multifamiliar, el tren ligero, el centro de la ciudad... un mitin- y aun así, sufrir la más espantosa de las soledades. Esa forma de soledad nos sabe a nueva, pero es de lo más común en países industrializados -ricos, pues-, incluso es ya ahí una forma de vida. Gente que sale de grandes edificios de viviendas para subirse al transporte colectivo y llegar a inmensos centros de trabajo; pasa ahí varias horas, va a un comedor masivo por el lonche, regresa a trabajar; repite la rutina en forma inversa. Llega de noche a su casa y apenas cruzó palabra con alguno de los cientos o miles de individuos con los que se encontró en todo el día.

Es una soledad, digamos, virtual: la mayor parte de su comunicación la hizo mediante un teléfono o una pantalla. Y tiene mejor trato con una persona a kilómetros de distancia, que con el sicópata que vive enfrente. Pues...

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