AL TIRO / La ley del monte

AutorPaco Navarrete

Así estamos en este País, en materia de leyes: unos no entendemos nada y otros, los que entienden, no se preocupan en explicarnos, sino en sacar su tajada. Lo digo porque se aprobó, al fin, la dichosa reforma judicial en nuestro País.

Al parecer, viene a refrescar una serie de leyes que ya apestaban a rancio, con un aroma más concentrado que un Roquefort recién desempacado, muchas de las cuales vieron la luz cuando Juárez andaba de gira artística por toda la nación... perseguido por una turba de franceses y conservadores que no precisamente andaban en calidad de "groupies".

Entre las novedades viene una que, en nuestra bendita ignorancia, alcanzamos a vislumbrar como muy positiva: la de los juicios orales. Se refiere a una de las peores pesadillas en que se ve envuelta cualquier persona que tenga que aparecer en los juzgados -como acusador o acusado, no importa-, la que recuerda el mito del eterno retorno: es una peregrinación constante, un cuento de nunca acabar de diligencias, careos y demás trámites engorrosos e interminables que sólo resultan en algo muy concreto: un archivero repleto de papeles y más papeles que de sólo echarle un vistazo, sin abrir sus carátulas, causa risa... o lágrimas de desesperación.

Y eso, si uno no es el acusado, porque ahí la perspectiva cambia y se vuelve, básicamente, cuadriculada. No se vuelve a ver a campo abierto, a no ser que sea con rejas de por medio. México es un país donde un acusado, así sea inocente, puede pasar meses o hasta años entre las rejas, encerrado en cárceles sobrepobladas y rodeado -no: encimado- por delincuentes curtidos y maleados de manera que algo es seguro: así resulte ser no culpable del delito que se le acusó... nunca más volverá a ser inocente.

Así que los juicios orales prometen, al menos ser expeditos (no es grosería). Como en las películas gringas, llegan acusadores y acusados con sus respectivos abogángsters (sí, el chiste es malo y viejo, pero había que ponerlo), presentan sus alegatos de forma oral, es decir, recitados, y el juez se obliga a dictar sentencia de forma abierta, sin excusas para alargarlo hasta que se le antoje y, mejor aún, sin arreglos en lo oscurito.

Eso sí: a diferencia de dichas películas de los güeros, acá no habrá, al parecer, jurados. Allá se intenta convencer de la inocencia o culpabilidad del susodicho a sus "pares" o iguales ("peers", dicen), por aquello de evitar los prejuicios... y más perjuicios. Acá, no sé por qué lo harán así, pero será más...

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