La sonrisa del vaquero

AutorJosé Joaquín Blanco

Tuve una infancia de cuento, pero de cuento de curas y monjas, como Marcelino, pan y vino. Mi familia y la ciudad entera de Zamora estaban saturadas de presencias, atmósferas, preocupaciones, rencores, esperanzas, rencillas, sensaciones religiosas. Hasta donde mi memoria alcanza, nuestra familia ha poblado con abundancia conventos y curatos, y no nos faltan primos o tíos misioneros en Africa y Tierra Santa.

En mi casa abundaban los adornos, regalos, objetos religiosos. Esa carpetita había sido tejida por la monja tal, estas artesanías o aquellos dulces provenían de conventos, cofradías y obras piadosas. No había mueble sin su santito, y acaso menos por beatería que por afán o vicio de coleccionista: se heredaban, se compraban, se regalaban entre nuestros familiares y amigos tantas velas, escapularios, rosarios, estampitas, cromos, estatuillas, crucifijos, vidas de santos.

Todo ha cambiado mucho en medio siglo, desde luego, pero por entonces una casa así no representaba extravagancia alguna en Zamora, todo lo contrario. Se vivía naturalmente entre angelitos, inmaculadas y sagrados corazones como en una aldea pesquera entre barcos, redes, instrumentos de navegación y pesca, peces disecados. Tuve pues una infancia feliz de deportes en los colegios de curas, primeras comuniones, bautizos, bodas, semanas santas, navidades; todo gozo de la vida, y hasta cada guiso y cada bizcocho, admitían su ángel o santo tutelar. Posadas con curas, kermesses con curas, paseos campestres con curas, competencias deportivas con curas, estudios con curas -todos ellos amigos o parientes de los parientes o amigos de mis padres-; coro para la iglesia, rondalla para las fiestas escolares.

De modo que a todos nos pareció natural y magnífico, cuando terminé la primaria, que pasara un mes de mis vacaciones en un retiro espiritual. De una u otra manera, por otra parte, se venía sugiriendo desde hacía años que mis padres esperaban que uno o dos de sus siete hijos recibiera la vocación religiosa. Y a todos se les antojaba que yo, Martín Rentería, ya la llevaba algo adelantada por cierto carácter fácil y alegre, que me bienquistaba con medio mundo y me permitía cumplir sin mayor esfuerzo cuanto se me pedía. "Martinillo es un ángel, nació con las alas puestas", llegó a bromear el señor obispo, mi tío y padrino.

Los niños dóciles y felices quizás no son muy perspicaces, y yo me creía con toda tranquilidad cuanto se pretendía que creyera, entre otras cosas que la vida santa y alegre que llevaban las familias católicas de Zamora era la única vida que existía sobre el planeta, salvo algunos réprobos a quienes nunca conocí y por cuyo regreso al buen camino se me enseñó a rezar desde la Primera Comunión.

Fue así que sin temor alguno trepé con otros dos niños un poco mayores que yo, elegidos por las señas que mostrábamos de vocación religiosa, a un autobús que nos llevaría hasta Palisada, Tlaxcala, al seminario menor que los salesianos dejaban vacío en vacaciones y que se utilizaría como retiro infantil y juvenil durante todo...

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